CRONICAS DE LA PANDEMIA: Trabajo desde casa

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Los veo todos los días desde que me estoy quedando en la casa a trabaja.

Mi viejo escritorio caoba que compré en una venta de garaje está en la esquina del estudio, donde están las ventanas que dan a la calle. Desde ahí veo todo lo que ocurre allá afuera.

Uno llega con su esposa a podar el pasto y sopletear las hojas.

A veces, en su camioneta dejan a sus dos niños que no están yendo a la escuela. Parece que estan muy disciplinados la niña y el niño porque no protestan y entienden que sus padres están trabajando para pagar la renta y comprarles sus regalos de Navidad.

Otros llegan con mi vecino de al lado, un viudo que vive solo, y hacen lo mismo, podan, sopletean y se van.

En esta pandemia, mientras muchos estamos trabajando desde la casa, otros están trabajando duramente en las calles enmascarados con sus cubrebocas, y tratando de no acercarse demasiado a sus clientes. Ellos son los jardineros, los carteros, y, sobretodo los que llegan de Amazon, FedEx y UPS a entregar la mercancía que se compran Online.

Ahora, ellos son los que me distraen un poco de mis rutinas diarias.

La gente que puede se está quedando en casa y tratan de salir lo menos posible. Pero otros no tienen muchas alternativas.

También, los del vecindario de repente se han puesto muy hacendosos, muy modositos a hacerle la competencia a los jardineros. Muchos vecinos, de repente han salido más y más con sus sopladoras eléctricas de batería, y a veces se juntan como en un concierto de sopladoras, como en un tráfico donde simplemente unos echan el polvo a otros, y las hojas secas de los árboles las soplan al lado de la calle para cuando pase la barredora.

Eso no es como las viejitas de mi pueblo donde nací. Aquellas que echaban primero un poco de agua con una cubeta y luego barrían con una escoba de paja, para no levantar polvo.

Yo también tengo una sopladora eléctrica pero es de cable, y la he usado mucho tiempo porque necesito distraerme y estirarme para que no me salgan almorranas mientras estoy sentado frente a la computadora.

Varios de mis vecinos, cuando llegó el primer cheque del paquete de estímulo, dijeron que íban a gastarlo para apoyar negocios locales, pero en realidad la mayoría estan compre y compre en Amazon, a pesar de que uno de nuestros vecinos trabaja en un Lowes, y a él lo podrían estar apoyando si compraran ahí las herramientas. Yo si lo he hecho, y cada vez que puedo voy a comprar pintura, piedras o alguna herramienta. La otra vez compré una esmeriladora, y aunque estaba unos diez dólares más cara, se la compré a ese empleado tartamudo que se subió en la escalera grande a bajar la esperiladora y el cargador de batería.

En este tiempo de invierno, las calles están cubiertas de hojas secas y la barredora tiene que pasar a veces dos o tres veces. los operadores de esos camiones, los jardineros y los repartidores de paquetes son los que le dan vida a la calle, son los que permiten que otros vecinos se la pasen cachetona, simplemente sacando a pasear a sus perritos, o saliendo a caminar ellos mismos. Casi todos hablan español. Eso lo sé porque desde lejos los saludo y ellos casi siempre se sienten familiarizados.

Yo también trabajo pero en cosas personales, en lavar el auto que en el último mes ha gastado tan solo poco más de un tanque de gasolina, pero va acumulando el polvo de las sopladoras de mis vecinos.

Como andan tan entusiasmados con sus sopladoras, la otra vez un vecino se quiso congraciar conmigo sopleteando la acera de mi casa, pero justamente cuando acababa de lavar el auto.

Todavía esperaba que se lo agradeciera.

CRONICAS de Zacapu: las tradiciones de Navidad de la generación de los 50’s

Por José FUENTES-SALINAS/ Tlacuilos.com

En la infancia las palabras sucumben a las imágenes. El psicólogo Allan Paivio lo sabe: de la infancia más arcaica quedan imágenes, más que palabras.

Por eso, más que palabras, recuerdo a mis hermanos bajando del cerro con una rama de pino cortada a machetazos. Esa rama olorosa con muchas ramificaciones era nuestro árbol de Navidad que estaría sobre el nacimiento, hecho con musgo, flor de piedra y heno colgando sobre las ramas.

De heno, estaba también hecho el pesebre vacío, y entre el heno y la flor de piedra, mis hermanas acomodaban pastores borreguitos, leñadores, peregrinos y Reyes Magos. Las figuras eran de barro de Tonalá y solo las traían los vendedores en esa época. En cada año, siempre había algún fracturado algún remendado, y acaso alguien con prótesis, listo para irse a un descanso.

Nosotros vivíamos fuera de la ciudad, frente al camino que daba a los burdeles -la Zona de Tolerancia- y rodeado de milpas, y una huerta enorme de duraznos que cuidaba el viejito Don Avelino.

Este pesebre navideño del Indoor Market de Anaheim, California, muestra la evolución que vino después cuando las figuras religiosas se empezaron a fabricar de pasta, hechas en China. Foto: José FUENTES-SALINAS

La temporada navideña no era de compras excesivas, por lo menos no de esas compras de locura de irse a acampar fuera de las tiendas, como ocurre en California. Las compras eran de cosas para comer y beber, para jugar a las posadas dándoles garrotazos a las piñatas que con un último golpe certero les rompían el cántaro que estaba cubierto de papel pegado con engrudo.

No recuerdo que alguien se haya lastimado al brincar sobre los restos de barro de la piñata. Lo que sí recuerdo es que algunas veces los sapotes negros se aplastaban, o que pensando que era una jícama alguien jalara los cabellos de alguna niña.

Las compras navideñas eran si acaso para adquirir estrictamente la ‘ropa de frío’ que faltaba, o la consola para tocar los discos Long Play, o para surtirse de música en la única disquera de Zacapu.

“Ya se va a diciembre, ya es Año Nuevo… Déjame quererte más”…. La temporada navideña tenía sonido, sabor y aroma. Discos de José Alfredo Jiménez, de Los Dandys, de la Sonora Santanera, de Ray Conniff, de Tony Camargo y su burrito sabanero. La Navidad sabía a cañas y mandarinas, jícamas y guayabas, a ponche con o sin piquete. Olía a pino, a pólvora de cohetitos.

Se gastaba, había dinero en el pueblo: los aguinaldos de los empleados del gobierno, las utilidades de los obreros de La Viscosa, el dinero de quienes levantaban las cosechas, los dólares de los emigrados que regresaban a los “Hometown” con sus autos nuevos y su ropa americana que aguanta muchas lavadas.

Pero no había esas compras desbordadas con tarjetas de crédito. Las compras eran “frugales”, es decir compras basadas en lo que se había cosechado, en lo que se había ganado, no en la deuda. Había escasez, claro que había escasez, más en ningún momento sentí que la Navidad era menos porque no había regalos. Entre otras cosas porque la Navidad era solo para regalarse abrazos y para recuperar el optimismo para el Año Nuevo.

Los regalos eran más bien continuos por varios días que duraban las posadas, y si bien el pobre de José se exponía el rechazo continuo, los niños recibíamos cada día un aguinaldo con colasiones, ‘ponteduro’ y fruta. Todo lo que teníamos que hacer era participar en la procesión y no quemarle las mechas del cabello a una niña con nuestras velitas. Las velas, que fueron símbolo de los paganos que luego incorporó el cristianismo primitivo, era toda una celebración infantil en esas oscuras y frías noches de la Sierra Madre Occidental.

Las posadas se organizaban alrededor de grupos de amigos, colegas de trabajo o parientes. En mi infancia más remota, la posada más popular, o acaso la única, era la de la casa de Doña Chucha. Esa casa era casi como un casco de una hacienda de adobe a corta distancia del cerro del tecolote y frente a La Piedrera, dividida por la carretera México- Guadalajara.

Doña chucha era una mujerona de pelo largo canoso que era la madre de las amigas de mis hermanas. En esa casa se concentraba el producto de las milpas de maíz y las vacas lecheras. Había pues modo y espacio para la celebración. La procesión con las velitas compradas en La Palestina o en la tienda Don Juanito Cipres destacaban en el patio de tierra y frente al pozo de agua, cerca del corral Los cuartos sombríos de adobe servían perfectamente para hacer las estaciones de las posadas: “Ya se va a María… Muy desconsolada porque en esta casa no le dan posada”…

Cuando había buenos padrinos de posada, había hasta cuatro piñatas y tamales con atole.Más tarde, ya casi adolescente, supe de las súper posadas de la casa de Lupita Rivera, la compañera secretaria de mis hermanas. Allí había mariachi, y Lupita, que tenía voz de contralto, se echaban a sus palomazos. Sin embargo, esas posadas de la casa que estaba en la contraesquina del cine Bertha, y a pocos pasos de la sastrería de mi padre, me parecía que era más bien para adultos.

En aquellos años 60’s, en los que todavía muchos nos alumbrábamos con lámparas de petróleo diáfano, las lucecitas de varitas de alambre eran como luciérnagas moribundos que a veces se arrojaban a la oscuridad del cielo confundidas en cometas. Y las palomitas de pólvora, buscapies y cohetitos eran explosiones de alegrías para los niños que fuimos.

La temporada navideña en México era larga, pero nunca se juntaba con el Día de los Muertos.

Concluía el 6 de enero, fecha en que antiguamente se celebraba la Navidad, antes que la iglesia la recorriera para hacerla coincidir con el solsticio de invierno, la fecha en que los romanos celebraban al sol.

Ah!… Esa despedida de la temporada sí que era una verdadera celebración infantil.En el misterio de la noche, los Reyes Magos entraban por rendijas de las puertas para dejar juguetes, ropa y dulces en los zapatos de los niños.

Yo nunca pedí cosas muy especiales, pero mis vecinitos que tenían menos recursos que mi familia una vez les pusieron a los Reyes Magos alfalfa, agua y cigarros para que fueran más generosos y trajeran los regalos esperados.