Era la herramienta mínima del hambre. El instrumento que hace posible la sopa. Desde niño lo supe. Las cucharas eran de peltre y con un agujerito para colgarlas. Con los bocados y las lavadas se les caía la pintura. Luego llegaron las inoxidables, las que hacían lucir las letras de la sopa, y los frijoles.
Entonces, un estuche de madera “americano” de cucharas, cuchillos y tenedores se convertía en el regalo especial para los novios recién casados. También fue el regalo para Doña Paula que fue tan amable en hospedar a Don Vicente Granados, cheff de Pensylvania.
“Saquen las cucharas” era decir “saquen el hambre”. En aquellos tiempos sin plásticos, ni prisas, el diálogo entre las cucharas y los platos de cerámica tenía el intermediario de la sopa. Ponerle una cucharada más a la sopa era aceptar a un invitado inesperado.
La cuchara es la miniatura de un brazo extendido con una mano en posición de pedir. De madera, hueso, cobre, plata, oro y acero, ha sido el arma contra el hambre, y la unidad de medida del arte culinario. Una cucharadita de miel son cinco mililitros para el té. Una cucharada sopera son tres veces lo mismo.
¿En qué momento la cuchara se hizo indispensable?
Una cucharadita de jarabe curaba un mal, y un cucharazo de madera llegó a ser un recurso educativo familiar, y la cucharadita del bebé fue el inicio de su madurez. “No metas la cuchara donde no debes” era no meterse en los asuntos ajenos, en la sopa que otro entendimiento tenía que digerir.
Ah!… pero una cucharadita de miel, una probadita de té… ¿qué más ternura se puede tener?
—José FUENTES-SALINAS, Long Beach, Ca., 09082018