EL JICAMO no quería ser reportero. Su trabajo en el periódico solo lo veía como una forma de sobrevivir mientras alguien, algún estudio, le compraba uno de sus guiones.
Todos los días llegaba con su motocicleta al centro de Los Angeles, abría su computadora y esperaba la primera de sus dos asignaciones diarias. Esa era la cuota de los reporteros, hacer dos notas diarias. Aunque, a decir verdad, el jefe de asignaciones les dejaba hacer la segunda nota con un comunicado de prensa y un telefonazo.
Pero el Jícamo abusaba. Se las averiguaba para sacar rápido sus dos notas de un “maquinazo” (como se decía en las salas de redacción cuando se usaban máquinas de escribir), y luego se ponía a escribir sus guiones.
Al principio causaba admiración de que anduviera en motocicleta y se pudiera trasladar rápidamente a distintos lugares de la urbe angelina, desde Boyle Heights al Valle de San Fernando.
Pero empezó a causar sospechas desde que una vez tenía su nota lista cuando aún la conferencia de prensa no terminaba, y el ya se había regresado. También, en la redacción les parecía sorprendente esa abundancia de citas de gente de la calle en sus reportes. Y hasta parecía que sus compañeras se fastidiaban de ver su eficiencia y estilo de redactar sus notas, mientras ellas con frecuencia tenían que esperarse más allá de sus horarios para terminar sus notas.
La mala suerte le cayó aquella vez que dejó unas fotocopias de sus guiones olvidadas en la fotocopiadora.
Al editor no lo importó tanto el hecho de que hiciera sus guiones en su horario de trabajo, o usara el papel del periódico, sino que descubrió que el diálogo de uno de sus personajes del guión era el mismo que había usado en su nota la semana anterior.
Cuando lo despidieron, sus amistades se dividieron.
Unos celebraban que hubiera ganado el escritor de ficciones, otros lo veían como un reportero que había desprestigiado su trabajo.
- José FUENTES-SALINAS, Long Beach, California, Nov., 2017