Y ahora que las galerías caben en la palma de la mano, acostumbrémonos a la caída de los mitos.
Los fotógrafos famosos que solían contratar escritores de fama equivalente para hacer ensayos ya pueden guardar sus libros.
Ahora dejemos hablar a los tlacuilos sin capillas ni academias.
Tu eres “Pekitas” la madre de no sé que rincón que celebra la alegría en cada click.
Tu eres la que muestra el difícil romanticismo de una hormiga que carga una flor en sus hombros.
Tu eres la que vas a buscar yerbas y colores en las calles y mercados por donde transita el aprendizaje.
Tu eres la que gozas del encuentro con el mastuerzo y la limosnera a las puertas de la iglesia.
Ahí estás tu, transeunte de Caracas, acostumbrado a las sorpresas de fachadas y rostros de la otra ciudad que no reportan las televisoras.
Ahí estás la que hace un ejercicio de poética visual, acumulando puentes, olas, llanuras y abrazos.
En medio de las virtudes del buen comer, y el ejercicio diario, los cuerpos duros y torneados se exponen a los dedos.
Y ¿qué son esos signos rusos o chinos? ¿y qué es ese lenguaje de ojos y miradas? ¿y en qué país al otro lado del planeta me dan un “like”?
Yo era de los fotógrafos que gastaba lo que no tenía en rollos y fotos con distintos méritos.
Con una cámara evidente solía inventar expediciones a calles y plazas.
Ahora, una cajita cómoda que escribe con números extraterrestres es suficiente para recuperar memorias.
Yo no sé a dónde nos llevará todo esto. Yo no sé que pretenden quienes presumen un millón de “likes” o “seguidores”.
Yo me conformo con salir por ahí a divertirme, y entre mercados y oficinas, recoger unos cuantos testimonios para dos o tres instagrameros que suelen entenderme.