EL HOMBRE alzó su copa de vino Malbec argentino Doña Paula.
-Salud- dijo, mientras imaginaba la frase: “Cordero de Dios que quitas los pecados del consumismo, danos la paz”.
La noche del viernes en la Second Street de Long Beach era para celebrar el fin de la semana en que a pesar de todas las advertencias la gente sigue encapuchada en su voracidad de comprar y comprar, en gastar lo que tiene y lo que no.
El hombre sabía que era difícil de explicarlo. Por eso se quedó callado, para no ser aguafiestas. Pero en el fondo, pensaba que ese era el espíritu navideño: ver al cruzar la calle a los estudiantes de la Wilson High School tocar el cello y los violines a las afueras del Citibank, esperando que los transeúntes les regalaran su amabilidad, así como ellos regalaban su talento. El espíritu de la temporada era ver a la gente contenta, caminando por la calle, y atorándose en algún café o restaurant, o nevería.
-Tardará 15 minutos – les dijo la muchachita del Restaurante Libanés “Open Sesame”. Les pidió el número del teléfono celular, y ellos se fueron al cruzar la calle, donde el muchacho de la High School se puso a ensayar la música barroca de Tomaso Albinoni. Un hombre vestido de Santa Claus y una señora vestida de su esposa pasaron por ahí y saludaron al niñito que estaba con su padre esperando la próxima ronda de piezas musicales.
La noche era entre fría y templada, dependiendo de la edad de los transeúntes. Como en Las Vegas, algunos jóvenes llevaban ropa ligera. Pero el hombre llevaba su chamarra gruesa que le había dado su hermana hace años de regalo de Navidad. Esos regalitos venían de sus tiendas favoritas Marshalls, TJ Maxx o Ross. Para él, consumismo no era cuando las personas se dan lo que se necesita, gastando lo que pueden gastar. Pero el marketing de la temporada tiene otros planes.
La semana había sido un poco tediosa: el presidente Trompas y sus republicanos queriendo meter con calzador la idea de que la Reforma Fiscal no era el regalo navideño para los multimillonarios, para el 1%. Las mismas frases huecas, los mismos embutes…. Y mientras, las afluentes ciudades del Sur de California se veían envueltas en incendios, porque en el campamento de un desamparado acaso se improvisó una cocina.
Era una semana, en la que el hombre se quedaba extrañando aquellos tiempos en que en su país de origen, las empresas repartían aguinaldo y utilidades a sus empleados para que gastaran… Aunque luego, con los sobregiros venía “la cuesta de enero”, cuando las casas de empeño no se daban abasto.
A sus 60 años, el hombre era un poco más juicioso. Trataba de hacer bien sus cálculos durante el año para no regalarle su tiempo, su vida como dijera Pepe Mújica, a los intereses de las deudas. Era un ambientalista irremediable y creía en la “sustentabilidad”, esa era su palabra favorita para estar en paz.
Cuando llegó la pierna de cordero con arroz, piñones, yogurt y el equivalente libanés de las tortillas le vino una necesaria alegría que se complementó cuando llegaron el grupo de villancicos que caminaban por la calle como en la época de Charles Dickens. El hombre y su esposa estaban sentados en la mesa al filo de la calle. Alzando su copa, les agradeció sus canciones, sus villancicos, que la tradición cristiana los tomó del la tradición de los romanos de cantar al Equinoccio de Invierno, al nacimiento de una nueva época. Con las tradiciones traslapadas una en otra, se dio cuenta que ese gustito por el cordero probablemente eran reminiscencias de aquellas comidas con los borregos de Don Timoteo, el señor de Las Canoas, o de la birria de Don Ramón… ¡Ah!… pero ese nombre sagrado del Malbec “Doña Paula”, esa era su madre que solo conoció de muy niño. Cuando se estaba poniendo sentimental, llegó un viejo cliente del restaurant, y luego el gerente, haciendo los mismos halagos para esa excelente elección. “Ja aaaa…, con esta comida me falta un grado para santo…”, dijo el hereje juntando sus manos como en signo de oración, y recordándole a su esposa los buenos gustos por el cordero que tenía su padre, Don Antonio.
Después de la comida, se fueron a caminar por el canal donde estaban las lanchas adornadas con luces navideñas.
Reflejadas en el agua, las luces temblaban en la oscuridad, mientras las lanchas de alquiler pasaban por en medio con carcajadas que se escuchaban a lo lejos.
En una banca, una pareja de jóvenes conversaban animadamente. Con una camisa ligera, él parecía no sentir el frío. Ella, le tenía paciencia de escucharlo con un grueso abrigo, y una gorra.
- José FUENTES-SALINAS
- Belmont Shore, Long Beach, California, 15 de Diciembre. 2017.