Me intoxica el ambiente de los casinos. Me intoxica la hiperestimulación de los sentidos. Me abruma esa obsesión por el dinero, por ganar o perder algo, y esas pretensiones de erotismo que no son más que un engaño momentaneo para viajeros que el día de mañana serán en sus lugares de origen tan mojigatos y conservadores como siempre lo han sido. Déjenme explicar. Las Vegas es la “Disneyland” de los adultos. Y si en “el lugar más feliz del planeta” los padres pagan para forzar la alegría de los niños, en Las Vegas pagan para forzar un monto de exitación que los salva momentaneamente del tedio.
Por eso, cada vez que tengo que venir por motivos de trabajo, tengo que salirme a respirar realidad fuera de los casinos, luego de 24 horas de estar ahí.
Ya tengo mi ruta. Por la mañana, salgo del hotel y tomo la avenida Flamingo en sentido alejado de la “Strip” rumbo adonde se ven las montañas rojizas allá a lo lejos. Desayuno en uno de esos restaurantes donde los trabajadores de Las Vegas llegan el sábado, y de ahí me voy a tomar un café adonde hay más bien inmigrantes que turistas. En Las Vegas, casi todos han llegado de otro estado u otro país a trabajar, o a vivir del ocio. Pero “vivir del ocio” no siempre significa apostar, cantar, mover las nalgas, lmpiar hoteles…
El hombre que está a mi lado vive del ocio.
Trae unos tenis sucios y sin calcetines, y un abrigo demasiado grande. Pero antes que yo mismo saque mi cuaderno de piel para escribir unas cuantas divagaciones con pretensiones literarias veo con sorpresa lo que hace el sobre su mesa. Con una taza grande de café y un montón de hojas de papel bond, el hombre escribe a toda velocidad cuartillas y cuartillas a mano.
A un lado tiene una pluma “papermate” adicional por si se le acaba la que está usando. En el suelo, a un lado de la silla, tiene otro paquete de manuscritos. Me quedo inhibido para escribir por un momento. Me lo imagino como Don Matatías, aquel personaje de Los Agachados de Rius que llevaba amarrado el pantalón con una cuerda y que siempre estaba lanzando sentencias filosóficas a quien se dejara. Pero también se parece a un “homless light” como los que hay a unas cuadras de los casinos y que el alcalde mantenerlos lo más alejado posible de los turistas.
Pero a quienes llegan al café, más que sorprenderles su facha, se quedan sorprendidos de que es uno de los pocos que no usan una computadora o que no traen un teléfono-computadora. Les sorprende también la alegría y velocidad con que escribe, a tal grado de que cuando parece escribir una idea muy ocurrente en su novela esta risa casi llega a carcajada.
¿Seré yo así alguna vez?… Me da miedo pensarlo. Qué gusto escribir y sé que ka escritura es un oficio solitario, pero ¡qué soledad la de él, qué inadecuación!. Por supuesto que a mí me da una gran alegría escribir, pero nunca me quedaría sin calcetines con tal de hacerlo. No en este tiempo en que se han producido cosas en exceso.
Tomo un sorbo de café y pellizco el muffin de calabacitas con nueces. Me pongo a pensar: Carajo, pero si yo he trabajado en un psiquiátrico y con frecuencia dialogo con neuróticos de oficina, ¿por qué no voy a dialogar con un colega?, me pregunto.
—¿What do you write about? -lo interrumpo.
Y cuando lo veo un poco sorprendio de que alguien busque su conversación, le muestro mi cuaderno para decirle que yo hago lo mismo. Se llama Jeff. Lo saludo de mano, y su cara se alegra cuando ve mi cuaderno.
—Escribo de muchas cosas, de economía, de política, de cosas que pasan… -dice.
Jeff me da la primera muestra de sanidad: es cortés y sabe escuchar.
—What a beautiful notebook, and you have skills for drawing and writing… It’s impressive.
Luego de haber estado en un casino donde los apostadores pasan por horas sin ver otra cosa que las cartas y los números, al grado de necesitar masajes, mi colega ríe y platica con un gran estilo.
Me dice que no tuvo hijos, ni tiene esposa, que sus parientes están regados por varios estados y que él mismo ha vivido en varias ciudades, incluyendo Phoenix y San Francisco.
No sabe exáctamente lo que quiere, pero si sabe lo que no quiere: que alguien le dicte qué hacer, cómo hacer, cómo vivir…
No entro en detalles de su escritura, y trato lo mejor posible de deshacerme de mi tufillo de psicólogo. Nos centramos en el oficio o gusto de escrbir, de la energía que se necesita para hacerlo… Aunque muchas veces se necesite más energía y más paciencia para lidiar con personas complicadas y pendejas.
—I don’t have as much energy as I used to —dice— all I can do is to write.
Me impresiona, cuando le hablo de lo que está ocurriendo en esta sociedad de inmigrantes, en esta sociedad donde la economía nos está dispersando, y de un de repente vamos perdiendo las personas y cosas que nos dan una referencia de lo que hemos sido. Como una charla entre amigos, le pongo mi ejemplo favorito del árbol, donde lo viejo y lo nuevo, el tronco y la corteza, dialogan a través de una fina membrana llamada cambium, y donde el tejido viejo y muerto sirve de sostén.
—Is it really dead? —me pregunta y mira hacia la calle, como si estuviera reflexionando.
Hablamos de los textos originarios de las culturas, de la importancia de la palabra escrita… Y cuando pareciera que nos encaminamos a cerrar la charla con una conclusión nihilista, criticando “la tecnología”, me da un comentario amable sobre la gente que está obsesionada con sus computadoras y teléfonos celulares: ellos solo están tratando de manejar lo mejor posible lo que es de sus vidas.
—Lo que hace falta —comenta— es que haya una mejor estructura para que todos nos podamos entender mejor.
Me dice que en muchas ciudades, empezando en Chicago, se están organizando un gran número de escritores y poetas para mantener los espacios de diálogo.
—Aquí en Las Vegas hay uno, y uno se puede inscribir sin ningún problema. Les encanta escuchar voces nuevas… Tu deberías hacerlo.
Lo saludo y me despido. Sintiéndome acaso un poco culpable por interrumpirlo… Y prejuzgarlo.
A Jeff es probable que no lo velva a ver.