
“Mecanografiar” un texto solía significar darle un estatus diferente a los textos, algo de lo que siempre he desconfiado. Foto: playera conseguida por Marlon, y máquina que encontré en el Swap Meet de Carson. Foto: Patricia Fuentes.
SOY MAL ESPECTADOR de televisión, de manera consuetudinaria, crónica, irremediable. Empecé a ver televisión a los 10 años. Era una Admiral Blanco y Negro, con patas como de garza. Los programas eran: Flipper, La Isla de Gilligand, La Ley del Oeste, Espía con espuelas, El Teatro Familiar de la Azteca, Siempre en Domingo… Mi idea de entretenimiento estuvo basada en la escritura. El librero de la casa estaba lleno de revistas de Jueves de Excelsior, libros de texto de los hermanos mayores desgastados, la Historia de México de José Vasconcelos, ilustrada por José Bardasano.
Son cincuenta años en que la escritura ha competido abiertamente con otras formas de entretenimiento y siempre ha ganado. En el proceso, me ha dado de comer, ha pagado mis deudas. Me ha acompañado. He entendido un poco su ritmo, su fuerza, su propósito. La he usado como me ha dado la gana.
“A los puristas denles dolores de cabeza, usen el lenguaje como quieran, pero háganse entender”, me decía Antonio Alatorre, “Los 1001 años de la lengua española” en el Hotel Biltmore hace años.
En la casa, la escritura siempre estuvo en el centro del interés. Mi hermano Javier, el cartero, repartía escritura todos los días en su motocicleta Islo o en la bicicleta Hércules. Mi padre escribía cantos y partituras musicales. La escritura estaba por todas partes. Martha la hacía de dos formas: tenía álbumes de su entrenamiento caligráfico y mecanográfico. En cuadernos de pasta dura, como los que todavía uso, mi padre en su momento de sastre, escribía las medidas de los clientes. Mi firma, que no ha cambiado desde los 12 años en que abrí mi primera cuenta de ahorros, está basada en la de mi padre, regular y legible como la escribía en las tarjetas perforadas que eran los cheques.
En la escuela primaria Cristobal Colón llené planas de sujeto-verbo-predicado. Supe que hay pasos que suelen ser aburridos y necesarios. En la secundaria supe que mecanografíar la escritura era un momento de seriedad importante, pero desconfié de tal estrechez. Entre otras cosas, porque la máquina Royal de Martha tenía un poco desmadrados los resortes y se brincaba las lineas. Las cintas eran caras, además. La letra manuscrita era más carnal, más honesta. Por eso sigo escribiendo así. El que mejor la escribía era Fausto, el Inge. Parecía arquitecto. En la secundaria, un compa de apellido Córdova, tenía un estilo de escribir exactamente en medio del renglón, sin que tocara la linea. Le aprendí bien su estilo que sigo usando en mis cuadernos italianos.
Supe de cómo escribir cartas, postales y telegramas. Las bases de todo lo que hago, siguen ahí. Un telegrama eran unas diez palabras, a veinte centavos cada una. Había que usar de la mejor forma cada palabra, así como ahora son los 140 letras del Twitter. ¿Quiénes leían en el Zacapu de los 60’s y 70’s?. Los zapateros remendones, los sastres y los obreros: los periódicos el Esto, El Excelsior, las novelitas de vaqueros de Marcial Lafuente. Chava, el sastre, compraba El Heraldo o el Esto, Manuel Paz, El Excelsior. Los cuentos de la Editorial Novaro los compraba uno en el puesto de Camilo, un ciego que enseñó a Zacapu a ver el mundo a través de la lectura. Con mi amigo Pepe Villaseñor, llegamos a descubrir por nuestra cuenta las revistas pequeñas, como Contenido y Revista de Revistas. Se hacía lo que se podía. Fuimos de esos adolescentes raros que se metían al la Biblioteca Juan Bosco a leer, no solo a hacer tareas. También, un día saqué mis ahorros de la alcancía y compré “La Aldea Stepanchikovo” de Feodor Dostoyevsky y “Hojas de Hierba”, de Walt Whitman. Eran los únicos libros que tenía Camilo el ciego.
Quizá hubiera sido un buen lector de la Biblia y del Quijote, si no se hubiera exagerado la formalidad para sus lecturas. La novelita de Dostoyevsky era una edición barata, pero la leí en un día en el embarcadero de la Laguna. Aún recuerdo al personaje Foma Fomitch y la forma en que chantajeaba a la nobleza, casi como Rasputín.
En la casa siempre hubo libros. Martha agarró un trabajo por comisión de vender lotes de libros. Trajo a la casa manojos de novelitas de Ciencia Ficción rezagadas. También había enciclopedias, donde tuve un primer acercamiento a las teorías de la personalidad con esa clasificación de Kretchmer, donde los gorditos era extrovertidos y los flacos, melancólicos.
Siempre hubo escritura, de manera activa o pasiva. Salvador salió de la Escuela de Periodismo y cubrió las Olimpiadas del 68 para El Heraldo. Qué orgullo ver al carnal con fotos de atletas o con Rocky Marciano. Luego, fue el reportero estrella de La Voz de Michoacán. En su departamento de Morelia tenía libreros bien surtidos. Una vez visitamos la Redacción del Periódico en la Avenida Quintana Roo. El olor a tinta nunca se olvida, ni ese lema escrito en algún muro: “Yo puedo estar en contra de lo que usted piensa, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo” (Voltaire).
Fausto perdió un año de estudios de ingeniería de la mejor forma: haciendo teatro. Aún conservo el libro “Poemas y Canciones de Bertolt Brecht”, con su firma. Esas eran sus lecturas en el tiempo que se dedicó a la actuación. En la Plaza Morelos, alguna vez se presentó en una obra corta, “El Siguiente”, de Marion Cheever. Eso recordaría yo, años más tarde, cuando tomaba clases de dramaturgia en la Escuela de Escritores de la SOGEM en la Ciudad de México. El escritor de “Los cuervos están de luto”, Hugo Argüelles nos enseñó a bosquejar personajes con el diálogo. El mismo era un personaje. Cuando en el otro salón estaban haciendo ruido, le decía a mi compañera Gina Morett (Rosa de dos aromas, Las Poquianchis): “Gina, dile a esos que se callen o que se vayan a chingar a otro lado”.
En los ochentas era ferviente lector, primero del UNOMASUNO, y luego de La Jornada. Fue acaso, en esos años cuando todo cambió alrededor de la escritura. Fue en los 80’s, cuando empecé a escribir en El Universal En la Cultura, con Paco Taibo el viejo, y en El Nacional, con Paulino Sabugal. El que me animó a ofrecer un texto a cambio de pago, fue el amigo uruguayo Rafael Romano, quien era colaborador. Fue también, cuando con los amigos Alberto Candelas y Nicolás Fuentes asistíamos a los talleres literarios del ISSSTE con Juan Bañuelos, Homero Aridjis y Edmundo Valadés.
HOY, LA ESCRITURA es un oceano de posibilidades.
No reconoce fronteras.
Aún muchos puristas no digieren el susto de que el Nobel de Literatura 2016 se lo hayan dado a un poeta cantor como Bob Dylan. Allá ellos.
Los canales de la escritura se multiplican. El culto a las personalidades se diluye. Así como la fotografía del Siglo XX democratizó la representación visual, ahora las cibertecnologías democratizan el discurso literario.
Si a usted no le gusta lo que escribo, muy su gusto. Pero ahora no tiene que lamentar haber comprado un papel. Estese tranquilo.
— José FUENTES-SALINAS, tallerjfs@gmail.com