El Año del Perro: crónicas perronas

Se llamaron: Laica, Toppolín, Golo y Firpo. Eran perros Dobermann, que don Jorge Salceda le había conseguido a mi padre para cuidar la casa de huerta, jardines y gallineros.

Aunque esos perros fueron usados en la Primera y Segunda Guerra Mundial, y aparecían en los desfiles militares, los perros de la casa eran usados para protegernos y jugar conmigo y mis hermanos.

En una casa que no tenía televisión, ni Nintendo, ni Wi-Fi… ni electricidad, nuestro entretenimiento era uno de los más “perdones”.

El único problema que tenían los Dobermann, a pesar de su tremenda inteligencia, era su carácter ambientalista. Detestaba el ruido excesivo de los gigantescos camiones de tanques de gasolina que bajaban por la carretera desde las montañas de Zacapu.

Pensaban acaso que eran dinosaurios. Los atacaban, cuando por accidente se salían de la casa, con una furia inversamente proporcional a la ternura con que trataban a mi madre. El Firpo, por ejemplo, se echaba junto a mi madre y dejaba que le pusiera los pies encima para calentárselos mientras tejía.

En la guerra contra el fascismo, y las potencias del eje Berlín-Roma-Tokio, los doberman fueron utilizados para enviar medicinas, detectar bombas, llevar municiones, alertar ataques… Y para hacerse explotar cuando se acercaban a tanques enemigos.

Los abusos de ayer han sido sustituidos por otros, más leves, como dejarse convertir en payasos y perder su dignidad de animales, y hasta convertirse en psicoterapéuticas de dueños neuróticos.

En el archivo de los Marines, aparece Butch, un doberman que vigila el sueño de un soldado en el desembarco a Iwojima. También aparece el monumento de bronce a los 25 Dobermann que murieron en 1944 en la batalla de Guam, 14 de ellos en combate.

Eso no les importo mucho a los estudios de Hollywood cuando desde 1972 presentaron en tres películas a los Dobermann como pandilleros robabancos.

Aunque más conocidos, estos perros actores no tienen un monumento en la isla de Guam ni son considerados héroes, como Kurt, Coco Jopo, Max, ni… y Poncho con el sello de los marines.

Los perros de hoy

Abusan de ellos. Los tratan como personas, y hasta los visten con ropa ridícula.

Y cuando serían el mejor pretexto para hacer el ejercicio más elemental, como caminar, contratan alguien más para que lo saque a pasear.

Un día, frente a mi ventana del estudio veo pasar a una muchachita flaca caminando con siete perros amarrados y una bolsa de mierda.

Si a los dos más grandes les diera diarrea o si le diera un ataque de nervios, estaría en un grave problema.

Si acaso más adelante los viera un coyote, de esos que bajan de las montañas por el río San Gabriel, seguro que diría el coyote: “que vida de perros. Prefiero un poco de hambre y mucha libertad que andar por la calle haciendo el ridículo, esperando un espaldarazo”.