POR José FUENTES-SALINAS/ Tlacuilos.com
Ruta 50, Katella Ave.,, Long Beach-Anaheim.- Nos identifica nuestras palabras y nuestros orígenes nuestra forma de acortar la distancia entre un ego y otro, nuestra naturalidad para saludar, para recordar, para enunciar el principio de la conversación.
Ella y yo somos todavía de la época en que no necesitábamos “vejigas para nadar ni celulares para intercambiar palabras”. Debo decir “ellas”, porque son varias. Van en el bus a las 6:00 de la mañana listas a limpiar cuartos, a recoger ropa sucia, atender turistas en Disneylandia o viejitos en casas de asistencia.
“Mire, yo soy dentro de Yurécuaro, ¿conoce?. Si si si… Ya ni me diga. A mí me gustan esos tamalitos de zarzamora y los chongos zamoranos, ya ni se diga. Fíjese que tengo un hermano que tiene una quesería en Yurécuaro, Y cuando voy me hace chongos especiales para mí… Sí, sí… Y las Corundas, cállese, yo sí conozco esos tamales que dice usted que le ponen frijoles en medio”.
En la conversación en movimiento uno tiene que dar para recibir, uno tiene que ofrecer una historia para jalar otra. “Tirar hilo para sacar madeja”, decía mi hermano Salvador.
Vamos por Katella avenue. El bus va dejando en su destino a varias trabajadoras.
“Ándale pues, que tenga usted un bonito día también”.
Se va la de Yurécuaro y sube una señora con un andador y se sienta en la sección de discapacitados. Manda un mensaje de texto por el celular para decir acaso que ya subió al bus. Luego suben otras dos señoras, pero uniformadas. La saludan afectuosamente le dan un beso en la mejilla y se sientan enfrente de ella detrás del chofer.
“¿Y cómo te has sentido?”, preguntan.
“Pues aquí, mira a ratos bien y ratos mal”.
“¿Y ahorita te vas al doctor?”, preguntan.
“Sí, ahora me toca ver al cirujano. Ya vi al ortopedista y el quiropráctico”.
Después de unas cuadras las señoras de uniforme también se bajan del bus.
“Cómo la quieren”, le digo a la mujer del andador.
“Es que trabajamos juntas. Bueno trabajábamos hasta que me amolé la rodilla”.
¿En donde trabaja?, pregunto.
“En una de esas casas de viejitos que le llaman a Assisted Living. De repente voy a saludarlas y hasta me pongo a vacilar con las señoras que también usan walkers para caminar”, dice. “Les digo: miren ahora estoy como ustedes, vamos a echarnos unas carreras”.
“Usted tiene sentido del humor. Qué bueno. Eso la salva de la desesperación”, le digo.
“No nos queda otra. Fíjese que este médico que tengo es muy bueno. La otra vez estaba con él yo muy seria y preocupada, y me empezó a tomar medidas de la rodilla, y llamó a la asistente, y me medía y me medía, y de repente me dijo: ¿de qué madera va a quererla?… ¿De qué qué?, pregunté. ‘Su pata de palo’, dijo y yo solté la carcajada.
UN DIA DESPUES
Subió con el mismo andador el segundo día.
“¿Cómo le fue con su doctor?”, le pregunté.
“Bien”, contestó en seco.
Vi que su entusiasmo de ayer había desaparecido.
Si volteaba hacia hacia ella, el sol me pegaba de frente. No intente más. Luego llegaron sus amigas. Les di mi lugar a una de ellas para que estuviera de lado platicando. Me senté al frente de ella con el pasillo del bus en medio.
“¿Por qué no me has hablado Mari?”, le dijo.
“Disculpa, es que me siento mal. Todo anda revuelto. Mi mi hijo está en el hospital”.
Las amigas se bajaron después de tres cuadras para transbordar otro bus.
Supe entonces que la mujer que ayer daba lecciones de entusiasmo se llamaba Mary, y que tenía un hijo enfermo. Abrí por ahí el diálogo.
“Sí. Fíjese. Él está muy mal. La diabetes se le complicó con los riñones, y luego de un infarto, nada más la mitad del corazón le funciona, y yo aquí con esta rodilla que no me funciona”.
Mary llora discretamente como quien llora con un desconocido.
Su hijo y sus dos hijas están en Guadalajara. Sus dos hermanos están en Oklahoma y Iowa.
“Uno solo está obligado a hacer lo humanamente posible”, le digo, “no se sienta mal. Seguro que su hija también debe estar preocupada por lo que le pasa a usted”.
“Sí. Me dice: ‘mamá si quieres vente’. Pero cómo me voy como me voy, si apenas con lo que les mando ellos pueden vivir. Mire, allá también son muy caros los médicos y mis dos hermanos pagaron por algunos exámenes. Si me voy, ya no puedo regresar”.
Ahora que no pude trabajar Mary, vive con una amiga que le da donde quedarse. También cuenta que otra le ofreció un trabajo de ayudar a una persona con cáncer.
“Me dijo: ‘mira es nomás que le arrimes sus medicamentos, que le hagas compañía y le cambies de pañal’. Yo le dije: Pues si así como estoy de amolada te sirvo de algo, pues, si quieres, voy. Y, así, voy lunes y jueves al doctor y los otros días me voy a ayudarle. Me da 80 dólares por una semana”.
Llegamos a Disneylandia. Me bajo frente a Walgreens para comprar leche para mi cereal. En el camino voy pensando en Mary, en la forma en que se las arreglará para caminar con un andador de aluminio y darle sus pastillas a la paciente de cáncer, y luego cambiarle el pañal.