JARDINERIA: Descripción de una casa infantil

EL MURO ERA DE HIEDRA tejido de raíces y hojas. Era el rostro verde oscuro de la casa salpicado por puntos luminosos de verde tierno. Se habría tejido poco a poco, lo imagino. Yo era un niño que de pronto tenía conciencia del mundo vegetal. Mi casa era un museo botánico. Donde se pusiera la vista había formas de vida. Frente al muro de hiedra, a la entrada, había una acumulación de rocas, pequeño volcán que expulsaba palmas chinas. Entre las rocas, yo que soy tan pacifista escondía los soldaditos de plástico con lanzagranadas y metralletas. Había concreto y bardas de alambre sin invadir lo sagrado. Como en bancas improvisadas en la base de concreto, se sentaban los conversadores, y la red de alambre era el juguete infantil para rebotar la espalda.

—¡Chiquillos!, no se mezan en la barda.

Había otra bardita de ladrillo agujereada para conversar con los vecinos Miguel, Pancho, Fernando, Luis y Socorrito. Los agujeros los usábamos de escalera para treparnos a la conversación.

—¡Chiquillos!, no se vayan a caer.

En ese pequeño cuadro del jardín se improvisaba un parque sin resbaladillas. Nunca tuvimos auto pero la entrada del zaguán era suficientemente amplia para que entraran albañiles y bicicletas. La base del pasillo eran seis cuadros de cemento enmarcados por el pasto. Las bardas en las que no se colgaban los niños se colgaban las madresselvas. El museo vegetal tenía un aroma irresistible para pájaros insectos.

…y había también una higuera que ocasionalmente daba higos por tanta sombra, pero que complementaba con sus hojas la variedad de los diseños. Foto: José Fuentes-Salinas.

El otro jardín frontal, el más extenso y presumido era la galería del color de mi madre con un pozo de agua y limonero incluidos.

Oriunda de los bosques templados de México, las Xicaxochitl, flores de jícama, las dalias eran las preferidas de mi madre. Con semillas y bulbos, la abundancia de pétalos multicolores hacían de la primavera la lujuria de la vista. Zinnias y gerberas, margaritas y amapolas, nomeolvides… para un niño ese era el Palacio Real. Bloques de triángulos y trapecios separados por caminitos de pasto, me pregunto si acaso fui alguna vez fui el jardinero Real más joven de Zacapu.

Entrando a la casa, en sala, dos cuartos y cocina al lado izquierdo, antes del corral de gallos y gallinas, estaba el portal donde se observaba la huerta de duraznos amarillos, priscos y de hueso colorado, donde las granadas y los chabacanos nunca pudieron competir con tanta fruta.

Fracturados por el peso de su éxito, mi madre a veces cortaba los duraznos verdes que rompían las ramas para cocerlos en dulce. Entre la huerta y los portales había otras maravillas, los aromas y sabores de la hierbas de olor, tomillo, hierbabuena, manzanilla o mejorana, sabían a sopa y te.

La casa era un ecosistema en otro ecosistema. Teníamos de vecinos un alfalfal que nos dividía con los cerros del malpaís donde alguna vez vivieron mis ancestros los purépechas.

 

—José Fuentes-Salinas, Long Beach, CA., 05192018. tallerjjfs@gmail.com. Instagram: tallerjfs

Sobre “El valor de las cosas”

“USTEDES NO SABEN EL VALOR DE LAS COSAS”, decía mi hermana la mayor cuando veía un trapo o un juguete tirado. Cuando veía el riesgo de que aquel objeto se rompiera, se perdiera, se deteriorara.

Y es que para ella los objetos no eran objetos. Eran trabajo de mi padre en la sastrería, o dando clases de música aguantando chiquillos latosos, o monjas tacaños que le pagaban un mal salario.

Por eso se preocupaba mi hermana, porque no entendíamos esas leyes que la economía más tarde me explicaría: los objetos, la mercancía, es igual a trabajo, mas recursos, más ganancia.

Y con decir eso se decida mucho: el trabajo que era aprender a tocar un violín, aprender a leer las partituras, escuchar mucha música y poder transmitir el gusto por Beethoven y Bach a los míos. El trabajo era treparse a una bicicleta Hércules para irse a dar clases, o para irse a la sastrería y decirle a un capitán: “deje la mesa la pistola, y abra las piernas para tomarle medidas de la entrepierna”. Y aprender hacer ese trabajo y hacerlo se le iba la vida a mi padre.

Los objetos tenían pues ese trabajo, ese entusiasmo de sudar, de decir, de cortar tela, conocer, explicar, imaginar…
Los objetos eran trabajo, y el trabajo era la vida, y la vida era muchas cosas incluyendo sacrificios, argumentaba mi hermana sin decírmelo directamente para que yo lo entendiera.
Luego vino la confusa adolescencia, la crisis de identidad, la búsqueda de las referencias definitivas sobre el valor de las cosas. Vino el idealismo, y el materialismo filosófico, vino el psicoanálisis de los fetiches, el romanticismo. Tomadas de aquí y allá las frases se acomodaban a las circunstancias: “las mejores cosas de la vida no son cosas”; “entre la materia y el espíritu, la materia pierde”; “sólo venimos a soñar”; “vanidad de vanidades, todo es vanidad”; “si eres lo que tienes, ¿qué eres cuando lo pierdes?”… Amor y Paz brother; All You Need is Love…
Me di cuenta a tiempo de la trampa.

Los objetos tienen un valor en sí y un valor de cambio, “ayyyy…  mi casita de Palma… Ay, mis Naranjos en flor”… La casa es los padres y los hermanos, el refugio de la desesperación, el olor a sopa, y a canela… pero también es la inversión, la especulación, del millonario llegado a presidente.

Entonces me di cuenta que cuando mi hermana me decía “ustedes no saben el valor de las cosas” tenía un poco de razón. Nosotros, como niños, nos veíamos la fotografía completa, la historia de los objetos, los sacrificios de tiempo y vida que hicieron los mayores.

Es muy probable que por eso, ahora ya de labregón, me ha dado por juntar dos o tres objetos viejos que me permiten reflexionar en lo que hicieron por mí.

En el mercado de pulgas, he comprado el sacapuntas como el que tenía la maestra Meche en su escritorio, la maquinita de escribir con que hacíamos las tareas en la secundaria… Ah!.. Y estos hermosos cuadernos en que escribo con una excelente pluma con tinta china resistente al deterioro.

Por las tardes cuando regreso de trabajar, entro al estudio y saludo a los Cowboys de plástico que alguna vez mi hermana me regalo para un Día de Reyes. Lo recuerdo bien. Ese día Los Reyes Magos nos habían dejado en los zapatos sólo unos calcetines nuevos y unos dulces, y mi hermana al vernos tan aguitados a mi hermano y a mí, de su dinerito que le pagó la China Pimentel por hacer vestidos, fue a comprar unos juguetes a la tienda de Chuca.

A mi hermano le tocaron tres apaches, y a mí tres Cowboys, los dos paquetes con una pistola de dardos.
No sé cuánto valdrán esos muñecos, como antigüedad. No me interesa. Me interesa entender que son parte de la vida de mi hermana, y no una mercancía.

Les decía pues que los objetos tienen un valor en sí y un valor de cambio, así como lo explica Paquita la del Barrio: “Yo no soy letra de cambio, ni moneda que se entrega, que se le entregue a cualquiera, con mucho y que al portador”.

Y es aquí donde nos atoramos.

¿En qué momento los objetos dejan de ser su historia, su origen y se transforman en lo que el mercado y la publicidad quiere que sean?. ¿En qué momento, a través de la metonimia, la parte sustituye al todo?.

La base del coleccionismo es la metonimia, es el valor que los millonarios busca acumular, y cuando están por morir lo comparten. La redención de los millonarios son sus museos.

Cuando era niño, encontré un autorretrato de Rubens en un charco. Le quite el lodo, lo dejé secar y se lo di a mi hermana. Luego, ella lo cortó con unas tijeras y lo pegó en el álbum. Era un álbum de pinturas famosas impresas de las cajetillas de cerillos clásicos ilustrados. Ya de adulto, cuando vi la pintura original en el museo Norton Simón de Pasadena casi me hinco.

La cosificación de la vida, la materialización de lo cotidiano ocurre cuando el Rembrandt impreso en una cajetilla de cerillos es sólo basura reciclable, y los museos son sólo la promoción de un filántropo millonario, y un gancho para atraer a los turistas para gastar en una ciudad.

“Ustedes no saben el valor de las cosas”, decía mi hermana.

Eso lo entiendo ahora.

No. No lo sabíamos, porque éramos unos niños.

Pero la mayoría de los millonarios tampoco lo saben. De otra forma no me explico como hay tantos artistas que pasan hambres, mientras los millonarios llenan sus mansiones con el arte de unos cuantos elegidos.

Los objetos son su historia. En la gráfica se ve dos de los cowboys sobrevivientes de hace más de medio siglo.

-José Fuentes-Salinas, 21, ene., 2017

La sastrería y los oficios de casa

CADA FAMILIA heredaba un oficio a los chamacos. Imposible no hacerlo. De ahí vienen los primeros apellidos: Sastre, Zapatero, Miller, Carpintero… El oficio casero era la primera linea de ataque para ganarse la vida. El mío fue relacionado con la ropa, con la costura, con la sastrería. “A ver Jonás, dale a este chamaco un pedacito de tela para que se enseñe a sobrehilar”. De los retazos de tela que siempre iban quedando en una caja de cartón debajo de la mesa salía el material elemental para empezar a usar las agujas XXX. Y así, mientras en el Cine Bertha de enfrente se escuchaban Los Churumbeles de España con su “Gitano Señorón”, ahí en la sastrería, empezaba a sobrehilar un pedazo de casimir inglés. Y ya, después de un rato de iniciar un brevísimo párrafo de la sastrería, nos íbamos a la casa.

Tenía unos 8 años. Nunca llegué a sastre pantalonero, ni mucho menos a sastre cortador de trajes. Pero si aprendí a sobrehilar y a hacer ojales que quedaban como culo de gallina, pero servían para que la abertura para los botones no se deshilara. Hoy, en eso pensaba mientras cosía a mano un pantalón Levi’s que me gusta mucho y que me resisto a jubilar. Entre otras cosas, porque he aprendido de las consecuencias ecológicas de la moda. Se necesitan cientos de galones de agua para producir algodón, además de la contaminación de los pesticidas. Para producir el algodón necesario para una playera se necesitan 2,700 litros de agua (worldlife.com).

Nuestros padres y madres, sin saberlo eran grandes ecologistas: nos enseñaban a reparar las cosas para que sirvieran por más tiempo, y antes de tirarlas las revisaban para ver si se podrían usar para otra cosa. Mi madre usaba las latas para hacer macetas para sus plantas y mi padre hacía que la ropa sirviera para todos, desde el hermano mayor al hermano menor, y cuando de plano era solo una hilacha se usaba de trapeador. Una vez que sabía que necesitaba un pantalón, me dió uno de sus pantalones para que lo descosiera, para volverlo a cortar para hacerme uno. No me podía quejar: era un casimir inglés!…

En otra ocasión, mi hermana me hizo una camisa de recortes de casimir muy elegante de manga corta. El único problema era que con la lana sentía que traía una lija en el cuello.

Hoy sé que los elegantes quilts vienen de esa idea de usar los recortes que sobraban de otras costuras.

Y, hace un momento, cuando me puse a coser un pantalón Levi’s que me gusta mucho, las imágenes de mi padre, de mi hermana, de mi familia, me acompañaban para hacer una buena tarea de echar puntadas y hacer nudos.

—José FUENTES-SALINAS,  Long Beach, Ca., tallerjfs@gmail.com

En parte por responsabilidad ambiental, en parte por comodidad y por nostalgia, coser un pantalón recupera el oficio de la familia. Foto: JFS

En parte por responsabilidad ambiental, en parte por comodidad y por nostalgia, coser un pantalón recupera el oficio de la familia. Foto: JFS

Historia del hambre y la guzguera

EL HAMBRE. Cuando llueve hace más hambre. Eso lo recuerdo desde niño, cuando nos
íbamos de juerga con los amigos. “Cuando llueve se te alborotan las lombrices del estómago”, decían. Por eso, le caíamos a una tía de Aparicio. Ella tenía una gran huerta de duraznos amarillos allá por la salida a Naranja. Eran muchos árboles pegados a las milpas de maíz. Aparicio decía que podíamos cortar todos los duraznos que quisiéramos, que su tía no se enojaba, pero que no rompiéramos las ramas.

Los duraznos eran grandes y jugosos y cuando los mordíamos parecía que si
no se embarraba miel en los labios. Otras veces, cooperábamos entre todos y nos íbamos a la tienda de abarrotes a comprarnos unos bolillos con queso de chiva y chiles
jalapeños.

No sé por qué, pero cuando llovía así era el hambre.

Ahora que lo pienso bien, quizá no eran por las lombrices que se alborotaban, si no
porque el cuerpo necesitaba más calorías, O por las dos cosas. Lo de las lombrices alborotadas es cierto. Cuando llueve, veo como salen de la tierra del jardín y luego se las lleva la corriente de agua hasta la alcantarilla de la calle.

Hoy sábado, después de muchos años de aquellas hambres infantiles, estaba en el jardín húmedo comiéndome una manzana. Sentía un vacío en el estómago. Vi los nísperos maduros de los árboles y me acerqué a comer unos, como en aquellas tardes lluviosas en que íbamos a la huerta de la tía de Aparicio.

Igualito que hace años me fijaba cuál era el fruto más amarillo, más maduro, y lo pelaba con las uñas para comérmelo. Algunos ya tenían un picotazo de algún pájaro. Ésa era la señal de que ya estaban dulces.

Con la tierra húmeda bajo mis pies, en aquel silencio, de pronto empezó a caer una lluviecita fina y leve.

Mordí el último fruto.
Tiré la cáscara y el hueso, y me quedé con un recuerdo lejano que me
llenó el estómago.

Humus. Foto: JFS

Humus. Foto: JFS

José FUENTES-SALINAS, tallerjfs@gmail.com 9 de abril del 2016.

Ejercicios de percepción: Las formas de los árboles

* De cómo la forma de percepción estética se va organizando desde las primeras experiencias infantiles.

Por José FUENTES-SALINAS/ textos y fotos

tallerjfs@gmail.com

Los he visto desde niño extendidos sobre el huerto, sin entender la diferencia entre árboles y arbustos.

Formas dactilares de los árboles. a2 a3Duraznos priscos y amarillos, chabacanos y granados, casuarinas y jacarandas.

Sus brazos retorcidos y engomados, áridos y fuertes, con hojas como agujas o como mariposas desprendiéndose.

Los caprichos de la naturaleza fue mi introducción al arte. ¿Qué rama sostiene a cuál? ¿cuál es el diseño de los abrazos de la fronda?

Mis maestras me dijeron que era la fotosíntesis, la cacería de los rayos del sol, la competencia de las ramas por la luz.

Así también los cuadros y las esculturas, las razones y las proporciones, los ángulos de la luz y las miradas.

En mi infancia no hubo los conos perfectos y aburridos, en la Navidad fueron las ramas cortadas de los pinos que aromatizaron el portal.

Luego empecé a salir, vi la arbitrariedad de los encinos y los nopales, la semejanza entre las formaciones rocosas de La Piedrera y el Malpaís.

Me fui dando cuenta que en la naturaleza había disciplina y rebeldía, ritmo y dispersión. Las ramas, tanto como las raíces eran las huellas dactilares de los árboles: ninguna era igual a la otra.

Luz y humedad, la búsqueda de lo esencial tiene diferentes rutas, la única constante es la vida.

Así, fui recorriendo los ecosistemas, los bosques de California y Michoacán, los parques de las ciudades y las iglesias.

En Tzintzuntzan vi un viejo árbol completamente hueco y quemado que aún reverdecía.

Y entre aquí y allá, he hecho colección de formas, cáscaras de eucaliptos, laberintos de arbustos, frondas que parecen tallar el cielo de nubes.

Museos vegetales.