CRONICAS DE CALIFORNIA: “El Rey del Cilantro”

Por Jose FUENTES-SALINAS / Tlacuilos.com

Castaic, California, 2004.- A los ocho años, Francisco González jalaba los caballos para que su hermano fuera sembrando los cultivos de garbanzo en su natal Jamay, Jalisco.

Hoy, a sus 49 años, es el mayor productor de cilantro en los Estados Unidos y es probable que usted ahora mismo esté comiéndose unos tacos con algunos de los 27 vegetales que produce.

“La verdad es que los caballos me jalaban más bien a mí”, dice sentado en la sala de su casa en Castaic, quien ahora tiene alrededor de 100 caballos de carreras, muchos de ellos premiados en los mejores hipódromos nacionales.

Tomándose una taza de café en la sala de su casa, Francisco cuenta que nunca tuvo otros juegos que no fueran los de espantar con carabinas y resorteras las parvadas de pájaros que llegaban a los terrenos de Las playas y Las mulas.

“Yo no recuerdo haber tenido juegos, de niño”, dice, aunque luego su tío dirá que cuando Francisco dejó Jamay a los lagartijos les empezaron a crecer colas.

Con rostro curtido por el sol, Francisco cuenta que sus padres, Antonio y Elisa, y sus seis hermanos y hermanas, forman parte de una familia que como muchos inmigrantes vinieron a contribuir a la riqueza del Estado Dorado. Eso es algo que con su esposa Leticia se lo recuerdan a sus dos hijas y a su hijo constantemente.

A los seis meses de nacido lo emigraron a él, y aquí en California nacieron muchos de sus hermanos. Sin embargo, regresaron a Jamay y, finalmente, él, junto con su papá, volvió a California cuando tenía 15 años.

“Aquí es más duro el trabajo que México pero lo pagan bien”, dice, luego de explicar como agarraban la corrida de cultivos desde Oxnard hasta Stockton, incluyendo la fresa, el jitomate, el limón, la aceituna…

Y fue en los campos de cultivo donde conoció a su esposa, oriunda de Ocotlán.

Fue así que empezando desde abajo, y luego de ser camionero, un día se dió cuenta que había una nueva hierba que rápidamente se estaba haciendo popular en la cocina norteamericana: el cilantro.

Su primera inversión, a los 35 años de edad, fue solo una intuición.

“A mí me gusta apostar… Y como me crié en Oxnard, ya conocía a todos los rancheros, a las compañías y al mercado de Los Ángeles”, dice. “Cuando deje el trabajo de troquero, para plantar cilantro era un poco arriesgado. Ganaba muy bien, y muchos me decían: cómo vas a plantar algo que en Mexico hasta los regalan… Pero vi que era un mercado que iba a crecer mucho. El cilantro en Estados Unidos lo usan hasta para el agua fresca.
Además me pregunté: ¿que tengo que perder, si con lo que traigo puesto ya es ganancia?.

El primer gran logro fue un accidente.

Francisco González, el mayor productor de cilantro en los Estados Unidos (2004). Aquí se le ve en sus campos de cultivo mostrando una hoz que aún carga en su auto por si acaso necesitara mostrar a alguno de sus trabajadores cómo cortar esta aromática hierba. Fotos: José FUENTES-SALINAS.

“En el primer plantío, solo pensaba sembrar una pequeña parte, pero el regador que traía le metió agua a todo el terreno y el cilantro empezó a crecer… Pensé que no lo iba a vender, pero me empezaron a comprar más y más, y luego ya no alcanzaba”, dice.

Cuenta que en dos años la cadena Albertson le dió su primer contrato grande.

“Me temblaban los pies en la primera entrevista. Yo ni hablar bien inglés sabía, porque mi inglés era un inglés de la calle, pero de repente les empecé a vender en 1992, entre 300 y 500 cajas diarias”.

Posteriormente, y en un tiempo relativamente corto se vio exportando el cilantro a Canadá y hasta el mismo México. Luego amplió el cultivo a otros 26 vegetales, y el betabel que produce se ha ido hasta Rusia.

También sus hermanos Roberto y Jesus, que estuvieron asociados en el cultivo del cilantro, regresaron a plantar mezcal en Jalisco, en 1993.

Sobrino de los Bañuelos, los ex propietarios del tequila cazadores, ahora Francisco está apunto de echar a andar una fábrica de tequila en Jamay, que producirá la marca “777”.

“Esta fábrica empieza en septiembre y la botella llevará la forma de una máquina de apostar como las de Las Vegas”, dice.

Luego de un rato de conversación junto con el tío Manuel, quien acaba de llegar de Jamay, salimos a visitar a uno de los campos de cilantro cercanos a Magic Mountain.

Francisco, quién es un hombre muy sano, saca un par de Power Bars que se va comiendo en el camino.

Los aspersores de agua los, los surcos bien delineados y las montañas del fondo crean un paisaje oloroso.

Francisco saca una pequeña hoz ‘rosadera’, con que corta un ramo de cilantro, de la misma forma en que hace solo unos años lo hacía.

“Yo, aunque maneje un Mercedes, siempre cargo una ‘rosadera’ en el carro” dice, y es que, algunas veces no le creen que él y su esposa alguna vez anduvieron entre lodo cortando los vegetales.

Recuerda que una vez un trabajador que andaba haciendo mal su trabajo lo retó a que le pusiera la muestra y ahí mismo se arremangó la camisa y le dijo como.

Con plantíos en Santa Paula, Castaic, San Luis Río Colorado y otros lugares, Francisco también ha cometido errores.

“Quien no comete errores no aprende, a mi me ha tocado aprender de ellos. En una ocasión plantamos una variedad de cilantro que a las cuatro pulgadas de crecido se ensemilló… Pero ahora sabemos que la semilla del cilantro de invierno debemos traerla de Canadá y la de calor de Arizona”.

Desafortunadamente, asegura, el cilantro era un cultivo tan novedoso, que los técnicos agrícolas sabían menos que este agricultor que solo hizo seis meses de escuela.

“Yo solo fui 6 meses a la escuela, pero el periódico en inglés te lo escupo en español” dice con orgullo. También a manera de broma le dice a su hijo: “tú tendrías que graduarte de Harvard para que puedas llegar a donde yo llegue”.

El recorrido por los cultivos de Gonzales, nos llevan luego a su rancho escondido entre los naranjales de Santa Paula.

Allí tiene caballos de fina crianza cerca de los cultivos de rábano.

Además de su pasión por los caballos, Francisco González, se empezaba a dedicar a la producción y distribución del tequila, con sus tíos los Bañuelos quien eran los propietarios de la marca Cazadores. Foto: José FUENTES-SALINAS. 2004.

Felipe García, el caballerango de Pihuamo, Jalisco, le saca 1 caballo que es hijo de uno de los que más premios han ganado en el país.

Para los Gonzales, el mejor momento es cuando se reúnen en un hipódromo a ver esos equinos tragar distancias.

Francisco habla con gusto de sus yeguas Lili, Tequila… Y La Macumba que fue campeona de México.

También habla de la distribución que hace del tequila Hacienda Vieja y Espuela de Oro, y de la forma en que nunca se ha sentido discriminado en este país.

“A mí siempre se me ha hecho fácil trabajar y hacer dinero”, dice. “Creo que lo único difícil fue pasar de asalariado a ser patrón”.

Sin embargo, en esa transición su esposa Leticia lo ha hecho fuerte.

“Ella ha ido creyendo cada vez más en mí, hasta el momento en que si el caballo es negro y yo digo que es blanco, me cree”, dice. “Con ella nos conocimos pescando fresa y luego de una de luna de miel, nos vinimos solo con un capital de $100”.

Todo eso quedó atrás. Ahora con los 4000 a 5000 cajas de cilantro diarias, o con las 20.000 de vegetales mixtos, los Gonzales pueden incluso ayudar a su pueblo. A Francisco lo nombraron el jalisciense del año 2002.

Sin embargo, para él el reconocimiento más importante fue cuando su esposa le dijo: “gracias por darnos todo lo que nos has dado”.

Con tecnología moderna que permite crecer rábanos perfectos, Francisco considera que lo más importante es que se ha rodeado de gente en quienes puede confiar para que hagan un buen trabajo.

Pero a pesar de sus millones, es un hombre que todavía le gusta ir a Jamay a la plaza a comerse un pozole o un pan dulce con atole, y ve con comprensión los comentarios suspicaces que a veces le comunica su madre.

Le preguntan ‘¿cómo es posible que haga tanto dinero con el cilantro?… Hay gente que no te perdona el triunfo, pero uno solo debe cuidarse de no sacar ventaja de otros. A mí me gusta respetar a la gente. Yo anduve en las piscas… Y al final solo soy mi propio vendedor”.

 

*** Esta historia apareció originalmente en el Semanario “Impacto USA, Mayo, 2002”

DANZA: Ricardo Gálvez Aguayo, maestro de Los Matachines en Los Angeles

De espaldas a su huerto alambrado y cultivado de tomatillos, sentado en una silla de plástico, Ricardo Gálvez Aguayo dice con voz grave: “la vida me la acabé danzando”.

El hombre de Jalisco es uno de los danzantes que enseñó a los angelinos a bailar la danza de los matachines.

Lo hizo a través de su hijo Javier, que lo mismo va a la Universidad de Irvine que a la de chihuahuas para mostrar su arte.

Con un oído activo parcialmente, y otro completamente sordo a causa del ruido de un balazo que un amigo disparo contra un león de la Sierra, a sus 90 años, dialoga en su casa de Atwater Village, con una gran serenidad.

DE JALISCO A CALIFORNIA

Sombrero de fieltro negro, manos rugosas, ojos cansados, apoyándose en el bastón, rememora los días en que la danza era un ritual festivo que empezaba a las dos de la madrugada y terminaba a las 6:00 de la tarde.

“Yo nací en el rancho de Los Otoles. Ahí danzábamos con la pastorela y en las fiestas de la Santa Cruz. Venían de todos los ranchos, del de Ojo de Agua, de los Gálvez, los Robles, Ternsco de arriba y Tenasco de abajo, de los Bonilla… danzábamos toda la madrugada”, recuerda Gálvez.

Añade que los pueblos solo hablaban de “la danza”, sin hacer distinción si era de los matachines o de los aztecas.

Es su hijo quien se encargó de estudiar esa tradición y dar explicaciones a los universitarios más complicadas.

La danza concluía con una representación del intento de los moros por robar la cruz.

“Se trataba de que el moro llegaba con sus hombres a caballo para llevarse la cruz hasta que se mataban ‘de a mentiras’. El moro decía: ¿que novedades son estas que en mi patria no conozco que festejan la cruz de Cristo?. Nosotros atacamos acuchillándoles una vejiga de cochino llena de sangre que llevaban escondido en el cuerpo.

“Muchos se asustaban porque pensaban que era de a deveras. Una vez hasta yo mismo me asusté porque mi amigo Calixto se desmayó y pensé que se les había pasado la mano. Yo era el bachiller que daba el mensaje y mi padrino Otón, el cristiano”.

Gálvez se sabe de memoria los diálogos. También los movimientos de danza. Toma su bastón y hacer una muestra frente a su esposa, que es 10 años menor que él.

“Hay redobles que todavía los jóvenes no saben hacer”, asegura luego de que acompañamento de un  leve silbido hizo la cruz con sus pies.

ARTE Y TRABAJO DURO

Cuando emigró a Estados Unidos trabajo en el campo. Levantó muchas cosechas, incluso en Idaho. Sus manos toscas aún denotan fuerza.

“Fue por ella que me animé a venir”, comenta dirigiéndole una mirada a su esposa, “Ella nació aquí y cuando cruzamos la frontera en 1957 solo les enseñó su acta de nacimiento”.

Ofelia aún recuerda cuando eran novios por carta.

Él pasaba a todo galope en su caballo y se detenía unos segundos para dejarle una carta, mientras ella barría  la calle.

“Luego mi mamá salía y me decía: hija como que oí un caballo”.

Con siete hijos de familia, don Ricardo entretenía sus hijos contándole las historias del rancho los Otoles.

Quien ponía más atención era Javier. De tanto escuchar un día le preguntó por qué no bailan otra vez.

Su padre, quien se había reunido aquella vez con sus compañeros de baile, le contestó que no podía, que aquí no estaba el Cerro de la Cruz, ni los tambores, ni el uniforme con que se gastaba tres pesos de plata. Pero con un chiflido provocador todo se arregló

Javier aprendió esta tradición y le dió brillo. A sus 52 años es un maestro que lo mismo da clases en México que en Estados Unidos, y en el desfile de Navidad de Hollywood de 1999 llevó al primer grupo de danza nativa en la historia de ese evento.

Me dijeron que tenía que llevar 300 bailarines como mínimo, y le empecé a hablar a todos mis estudiantes, muchos de ellos ya profesionales.

Javier estudió ciencias políticas en la universidad, pero su pasión por la danza lo ha llevado Mexico a estudiar. Éste gusto lo ha transmitido a sus hijos y otros estudiantes que se suelen ver en la Placita Olvera.

“Yo incluso me traje al maestro Florencio Yescas de México”, dice.

Mostrando ya algunas camas debajo de sus sombreros, Javier dice considerarse asimismo como un nahual moderno.

Los Nahuales eran una especie de hechiceros que se convertían en animales. Con un ‘pager’ en la cintura, el profesor Gálvez dice que hora es casi la misma magia universitarios pasa del uso de las computadoras y teléfonos celulares a convertirse en aves y animales danzantes.

“Llevar un pager y un penacho es parte de la sabiduría de un nahual”.

Javier tiene cuatro hijos: Susana, Sonia, Esteban y Daniel.

Susana se graduó recientemente de la Universidad de California en Santa Cruz y le pidió a su padre un regalo que fácilmente cumplió: danzar los matachines.

Con dos hileras de matachines con sus mejores galas Y caracoles que hicieron las veces de trompetas heráldicas, Susi hizo también un homenaje al abuelo Ricardo, “El Danzante Mayor”.

Y aunque Los Matachines han llegado a Hollywood, el abuelo Ricardo Gálvez solo lamenta que en el rancho Los Otoles todo haya terminado.

“No había agua. Empezamos a irnos y todo quedó en la ruina” finaliza sin dejar de hacer con su bastón los movimientos que se asemejan a los que hacían los machetes que sacaban chispas en el suelo.

 

—José FUENTES-SALINAS, originalmente una versión fue publicada en La Opinión de Los Angeles, 2000

EL MENUDO: desperdicio transformado en manjar

En el México de la Colonia, la carne maciza de res era para los soldados, para los poseedores, no para los desposeídos. Y por más que los indios purépechas llegaran a la carnicería a querer comprar carne, el carnicero nunca tenía, o la subía de precio.
Por eso, en Michoacán, Jalisco y Guanajuato, los indios empezaron a conformarse con las patas y la panza de la vaca, con las tripas.
Esto no era una novedad para los españoles. En el “Arte de Cozina” del Siglo XVI de Diego Granado, y en el “Arte Cisoria” de 1423 de Enrique de Villena, se decía claramente que las sobras de la vaca eran para la plebada.
Lo que no esperaban los riquillos, era que los indios le agregaran chilito, cebolla, tomate y especias, y, de repente transformaran los desperdicios en un platillo para enloquecer el paladar.
Cuentan que una vez, el curioso carnicero les preguntó: ¿y para qué quieren esas menudencias?
Y los indios no tuvieron más que decir: para hacer menudo.

LUJURIA DEL SABOR
Con ajo, cebolla, limón, chile guajillo, con o sin maíz pozolero, con chiltepín y aguacate, el librillo o el cuajo se pone en una tortilla recién hecha, y a golpe de mordida se combina con las cucharadas de caldo… Ahhh!… acompañado de una cervecita bien fría, la “cruda” empieza a desaparecer.
El menudo es el remedio para el exceso de fiesta y tragos.
Mi cuñado Tony Vega, oriundo de Purépero, Michoacán, empezaba a preparar el menudo casi al mismo tiempo en que llegaban sus invitados a su casa de Fontana. A la mañana siguiente no había que hacer nada, excepto preparar la cebolla picada, el cilantro, el aguacate y el orégano.
No siempre fue así.
“Mire, cuando llegamos la primera vez a California en los 60’s, aquí tiraban el menudo y las patas”, dice Tony. “Yo trabajaba con la familia en Orland pizcando aceituna y ciruela, y los fines de semana nos íbamos al matadero y nos regalaban el menudo y las patas. Todo eso lo tiraban, lo ponían en unos tambos. De ahí lo agarrábamos nosotros y lo dejábamos a remojar en sosa cáustica. Quedaba blanquito”.
Las cosas empezaron a cambiar cuando los inmigrantes mexicanos vinieron a “evangelizar” la gastronomía norteamericana. Además de traer el guacamole, el cilantro, la variedad de salsas, las tortillas y los nachos, animaron a los herejes a que comieran lengua, panza y tripas de reses y cerdos.

Cuando se estableció en Wilmington, California, donde ahora está la capital mundial del menudo enlatado (Juanita’s), “la libra de menudo lo vendían a 20 centavos en la Carnicería Flores”, recuerda.

Aspecto de la Carnicería Flores en el 2018, muchos años después de que Tony Vega, un inmigrante mexicano, compraba el menudo a 20 centavos la libra.

EL MERCADEO
En Wilmington, donde la costumbre de comer menudo apenas se asentaba en los 70’s, el 28 de enero del 2018, estaba señalado para producir el “Menudo más grande del mundo”.
En la fábrica de menudo Juanita’s de la 645 Eubank Ave., las actrices mexicanas Angélica María y su hija Angélica Vale, el gerente Aaron de la Torre, el concejal Joe Buscaino, estarían presentes cuando Christina Colón adjudicara oficialmente el título de los Records Guinness a esa comida que en los 60’s se tiraba a la basura.

  Todo por culpa del hambre de los mexicanos.

LEJANIAS: El inmigrante que siempre ha tenido los pies sobre la tierra

Uno de los tractores que campesinos inmigrantes han usado en California para sembrar, cosechar y alimentar al mundo. FOTO: José Fuentes-Salinas

Hicieron una hilera de maquinaria vieja entre la casa de fruta y el río: Dinosaurios y tigres dientes de sable que escarbaron la tierra, que hicieron surcos y caminos, que sacudieron árboles y les arrancaron frutos.
Caminé a un lado de todos ellos, Como un niño que va al museo.
“Sí. Todo por servir se acaba”, dice Salvador Esqueda, “yo me trepé a ese tractor que usted ve ahí”.
Salvador siempre ha estado con los pies sobre la tierra.
A los 10 años tiraba la semilla entre los surcos de su natal Zamora, Michoacán, mientras su padre jalaba un castigado caballo. A los 15 ya era una máquina para recoger fresas, alternando horas de escuela y horas de campo.
“Qué bonito sentía, usted viera, compartir mi sueldo con mi madre”.
Después vinieron las cosas del amor y las lejanías en California.
Y, como quien me cuenta sus hazañas, presume a sus hijos universitarios, aunque… Le preocupa y el de Chicago que suele hablarle para compartir sus soledades.
“Quieres que me vaya vivir allá, usted va a creer”.
En medio siglo de existencia, Salvador sabe bastante de surcos y cosechas, del movimiento del sol y de las máquinas.
Dice que tiene un tío en Zacapu y otros quién sabe dónde, que como él un día de un año lejano se fueron para siempre de su madre tierra a sembrar otras tierras, y ayudar a tantas madres.

Salvador Esqueda, inmigrante michoacano que ha contribuído a alimentar al mundo, desde la capital mundial de las almendras, duraznos, lechuga…
FOTO: José Fuentes-Salinas

-San José, California, 2017

FOTOS Y TEXTO: José Fuentes-Salinas, tallerjfs@gmail.com

 

 

Caravan Motor Homes: El Primer Trabajo

PARAMOUNT, CA., 1978.- Concluyó el fin de semana. Al final de la jornada del viernes, se recogió la cooperación para las cervezas. El compa Beto del Montecarlo fue a traerlas. El era el encargado, y vaya que estaba preparado. La cajuela del Montecarlo se había convertido en una hielera.

Así, al salir de la nave industrial de Caravan Motorhomes, en el estacionamiento ya esperaban las “chelas” bien “helodias” para despedir la semana.

En la cajuela de un Montecarlo, Beto había hecho una hielera donde colocaban las cervezas para festejar la semana laboral. Foto: José Fuentes-Salinas

El Bob, uno de los dueños y supervisor de la compañía se hacía de la vista gorda. Solo cerraba la puerta de la fábrica para evitar compromisos.

De Zacatecas, Sinaloa, Michoacán… los compas que hacían zumbar herramientas todos los días, bromeaban, y hablaban de la familia de aquí y de allá, de los autos, de lo que pasó en la semana, de nada… De todo. Se pitorreaban de aquel amigo del Bob que daba la impresión de que trabajaba mucho, andando de prisa de aquí para allá, pero que, al final, lo que hacía era meterse a las Motor Homes y ponerse a escuchar radio.

Pero el que sí le ponía duro era el Ramón, que como un Rambo de las herramientas automáticas ponía la estructura y el triplay de los muros de esos coches casa que pronto podrían andar paseando en Yosemite o Malibu. Todos, como hormiguitas, tenían un trabajo específico. El Zardo, un chamaco zacapense que a sus veinte años, tenía su primer trabajo en una fábrica, se encargaba de poner las hojas de fibra de vidrio que van sobre la cabina del conductor. Luego les colocaba el tanquecito del gas, y ya cuando las unidades estaban terminadas les echaba un impermeabilizan de chapopote en la parte de abajo. También les pintaba las franjas de los costados. Con spray de chapopote, había veces que quedaba como mapache, pero, al revés: el rostro oscuro y los pómulos claros, protegidos por las gafas.

Carpinteros, soldadores, ensambladores, pintores… Aquí se aprende de todo, compa. A Vicente se lo cotorreaban porque venía de La Piedad, Michoacán, pero, de pronto, era ya un mecánico especializados.

“Este guey hacía ollas en el ‘terri'”, decía Ramón.

Y Vicente le reviraba:

“Y tu hacías guaraches en Purépero, cabrón… Ja aaaa…”

El viernes era el día del cheque. Quienes habían hecho “overtime” libaban cerveza con más gusto. Sabiendo que el sábado se irían al mercado de Mariscos de San Pedro, a darse un festín, o al Swap Meet de paramount a “chacharear”.

Para el Zardo, esa era una experiencia de aprendizaje. Ahí, en California, conocía lo que era trabajar de verdad, como lo hacen los mexicanos. Con dos años de estudio universitario, veía con orgullo ese cheque que pronto lo irían a cambiar a la tienda de Wilmas, y, acaso, le podría raspar un poco para comprarse una garrita para lucir bien en la escuela nocturna de inglés como segundo idioma.

El Zardo, a sus veinte años, no se aguitaba de ese trabajo “sucio”.

“Los únicos trabajos que no sirven para un carajo son los que pagan mal y no aprendes nada”, se decía, mientras le ponía atención a la forma como Vicente soldaba y cortaba láminas con herramientas automáticas que luego aprendería a usar.

Y, al final, con una cervecita en la mano, celebraba con todos la forma en que los coches casa salían todos los días, con una precisión de una perfecta cadena productiva.

Librería Barnes & Noble: encuentro con los lectores

ERA IMPRESIONANTE LA CARGA. Puro peso pesado. En la fila de libros en español de la librería Barnes and Noble, en Torrance, California, tenían apartados un montóncito de munición intelectual que hubiera identificado a un profesor de UCLA o USC. Eran libros de Nabokov, Chomsky, Borges,… Pero Ponciano y su hermano no eran profesores universitarios ni maestros de primaria… Ni periodistas.
– Yo estoy retirado -dijo el hermano- y él se vino Estados Unidos de matacuaz.
Conversamos. Oriundos de la Huerta, Jalisco, allá por los rumbos de Casimiro Castillo, y Cihuatlán, Colima, Ponciano se había venido en los tiempos de José López Portillo, cuando se escaseó el trabajo. Dice que su gusto por los libros lo aprendido en el seminario.
Pero el gusto era un poco insostenible porque en el pueblo no había una sola biblioteca, aunque si muchas cantinas. Aún así, antes de venirse a los Estados Unidos a trabajar en la construcción, ya había leído la filosofía de Ramón Xirau y las obras de Octavio Paz.
Maestro en la construcción, y en la construcción de su propia cultura, Ponciano y su hermano parecían niños que entran a un supermercado de juguetes, y uno a uno van echando libros a la canasta como quien echa gruesos ladrillos para leer.

Lectores en compra de libros en la Librería Barnes And Noble, de Torrance, California.

  • Torrance, California, 10 de Marzo, 2017. José Fuentes-Salinas, tallerjfs@gmail.com