CRONICAS de la vida cotidiana: “Los Pasajeros”

POR José FUENTES-SALINAS/ Tlacuilos.com

Ruta 50, Katella Ave.,, Long Beach-Anaheim.- Nos identifica nuestras palabras y nuestros orígenes nuestra forma de acortar la distancia entre un ego y otro, nuestra naturalidad para saludar, para recordar, para enunciar el principio de la conversación.

Ella y yo somos todavía de la época en que no necesitábamos “vejigas para nadar ni celulares para intercambiar palabras”. Debo decir “ellas”, porque son varias. Van en el bus a las 6:00 de la mañana listas a limpiar cuartos, a recoger ropa sucia, atender turistas en Disneylandia o viejitos en casas de asistencia.

“Mire, yo soy dentro de Yurécuaro, ¿conoce?. Si si si… Ya ni me diga. A mí me gustan esos tamalitos de zarzamora y los chongos zamoranos, ya ni se diga. Fíjese que tengo un hermano que tiene una quesería en Yurécuaro, Y cuando voy me hace chongos especiales para mí… Sí, sí… Y las Corundas, cállese, yo sí conozco esos tamales que dice usted que le ponen frijoles en medio”.

En la conversación en movimiento uno tiene que dar para recibir, uno tiene que ofrecer una historia para jalar otra. “Tirar hilo para sacar madeja”, decía mi hermano Salvador.

Vamos por Katella avenue. El bus  va dejando en su destino a varias trabajadoras.

“Ándale pues, que tenga usted un bonito día también”.

Se va la de Yurécuaro y sube una señora con un andador y se sienta en la sección de discapacitados. Manda un mensaje de texto por el celular para decir acaso que ya subió al bus. Luego suben otras dos señoras, pero uniformadas. La saludan afectuosamente le dan un beso en la mejilla y se sientan enfrente de ella detrás del chofer.

“¿Y cómo te has sentido?”, preguntan.

“Pues aquí, mira a ratos bien y ratos mal”.

“¿Y ahorita te vas al doctor?”, preguntan.

“Sí, ahora me toca ver al cirujano. Ya vi al ortopedista y el quiropráctico”.

Después de unas cuadras las señoras de uniforme también se bajan del bus.

“Cómo la quieren”, le digo a la mujer del andador.

“Es que trabajamos juntas. Bueno trabajábamos hasta que me amolé la rodilla”.

¿En donde trabaja?, pregunto.

“En una de esas casas de viejitos que le llaman a Assisted Living. De repente voy a saludarlas y hasta me pongo a vacilar con las señoras que también usan walkers para caminar”, dice. “Les digo: miren ahora estoy como ustedes, vamos a echarnos unas carreras”.

“Usted tiene sentido del humor. Qué bueno. Eso la salva de la desesperación”, le digo.

“No nos queda otra. Fíjese que este médico que tengo es muy bueno. La otra vez estaba con él yo muy seria y preocupada, y me empezó a tomar medidas de la rodilla, y llamó a la asistente, y me medía y me medía, y de repente me dijo: ¿de qué madera va a quererla?… ¿De qué qué?, pregunté. ‘Su pata de palo’, dijo y yo solté la carcajada.

 

UN DIA DESPUES

Subió con el mismo andador el segundo día.

“¿Cómo le fue con su doctor?”, le pregunté.

“Bien”, contestó en seco.

Vi que su entusiasmo de ayer había desaparecido.

Si volteaba hacia hacia ella, el sol me pegaba de frente. No intente más. Luego llegaron sus amigas. Les di mi lugar a una de ellas para que estuviera de lado platicando. Me senté al frente de ella con el pasillo del bus en medio.

“¿Por qué no me has hablado Mari?”, le dijo.

“Disculpa, es que me siento mal. Todo anda revuelto. Mi mi hijo está en el hospital”.

Las amigas se bajaron después de tres cuadras para transbordar otro bus.

Supe entonces que la mujer que ayer daba lecciones de entusiasmo se llamaba Mary, y que tenía un hijo enfermo. Abrí por ahí el diálogo.

“Sí. Fíjese. Él está muy mal. La diabetes se le complicó con los riñones, y luego de un infarto, nada más la mitad del corazón le funciona, y yo aquí con esta rodilla que no me funciona”.

Mary llora discretamente como quien llora con un desconocido.

Su hijo y sus dos hijas están en Guadalajara. Sus dos hermanos están en Oklahoma y Iowa.

“Uno solo está obligado a hacer lo humanamente posible”, le digo, “no se sienta mal. Seguro que su hija también debe estar preocupada por lo que le pasa a usted”.

“Sí. Me dice: ‘mamá si quieres vente’. Pero cómo me voy como me voy, si apenas con lo que les mando ellos pueden vivir. Mire, allá también son muy caros los médicos y mis dos hermanos pagaron por algunos exámenes. Si me voy, ya no puedo regresar”.

Ahora que no pude trabajar Mary, vive con una amiga que le da donde quedarse. También cuenta que otra le ofreció un trabajo de ayudar a una persona con cáncer.

“Me dijo: ‘mira es nomás que le arrimes sus medicamentos, que le hagas compañía y le cambies de pañal’. Yo le dije: Pues si así como estoy de amolada te sirvo de algo, pues, si quieres, voy. Y, así, voy lunes y jueves al doctor y los otros días me voy a ayudarle. Me da 80 dólares por una semana”.

Llegamos a Disneylandia. Me bajo frente a Walgreens para comprar leche para mi cereal. En el camino voy pensando en Mary, en la forma en que se las arreglará para caminar con un andador de aluminio y darle sus pastillas a la paciente de cáncer, y luego cambiarle el pañal.

CAMBIO DE HORARIO: Los relojes

Lo sé. El próximo Domingo, a la hora de irme a dormir estaré “perdiendo” una hora.

Claro. Todo es un absurdo. Contar el tiempo es una arbitrariedad, una convención. Por eso, quienes dicen que hay “momentos que son eternos” dicen cosas tan absurdas como la que dijo Cantinflas: “hay momentos verdaderamente momentáneos”.

También es cierto lo que dice el poeta Israelita Yehuda Amichai: “el tiempo no está en los relojes”.

En eso pensaba la otra vez que fui al Swap Meet de la Villa Alpina, en Carson. En un puesto había un montón de relojes de pulsera usados. Tan solo ponerse a contarlos o a revisar cuáles todavía servían era una pérdida de tiempo. Eran relojes “electrónicos” que ya habían pasado de moda.

Venta de relojes usados en el Swap Meet de la Villa Alpina, en Carson, California.
FOTO: JOSE FUENTES-SALINAS

Me acuerdo bien cuando aparecieron allá a finales de los 70’s. Todo mundo quería tener uno. Pero ahora son tan corrientes que solo falta que los regalen en las caja de Corn Flakes.

Es cierto que de niño quise tener un reloj de pulsera, pero las únicas veces que necesitaba medir el tiempo era cuando andaba en la plaza jugando con mis amigos y en ese lugar bastaba ver el reloj de la Iglesia de Santa Ana para saber la hora. Y no solo eso: las campanadas de la iglesia hacían que inevitablemente volteáramos a ver el reloj.

Mi primer reloj fue un Caravelle de Bulova al que se le veían las tripas. Me lo regaló mi hermana María cuando regresaba de Estados Unidos y yo estaba en la Prepa. Me sirvió mucho para sacar dinero de la Casa de Empeño en Morelia, cuando me iba al cine y desacompletaba para el pasaje de regreso a Zacapu.  El propósito de tener un buen reloj entre los estudiantes universitarios, entre otras cosas, era el de tener un “valor” que empeñar en caso de extrema necesidad.

Luego, con el tiempo, fui aprendiendo que, así como con las personas y los títulos universitarios, había relojes más finos, como el “Rolex”. “Uuuuy…traes un Rolex!”. Pero para quien no luce como de “altos ingresos”, traer un Rolex era señal de desconfianza… o estupidez. Una vez, caminábamos por la Calle Broadway en el Centro de Los Angeles con un amigo, y alguien le ofreció un Rolex por 20 dólares. Era el Día del Padre, y mi amigo pensó que era una brillante idea para regalo. Su padre se lo recibió de buena gana, como un gran detalle, pero se aguantó las ganas de decirle: ¡Cómo serás pendejo!

Yo, con el tiempo, he pensado más en lo práctico, en un buen reloj que me aguante los manotazos en la alberca cuando nado, y que de un vistazo me deje ver la hora. Por eso uso un Citizen Eco-Drive que se recarga con el sol y tiene tremendos numerotes, y la pulsera es de acero inoxidable.

Esa es mi codiciada propiedad que ahora tiene un poco de la nostalgia infantil, aunque solo me costó 150 dólares, lo que muchos gastan por unos zapatos o un pantalón que les durará mucho menos tiempo.

Este mi relojito es de los pocos que todavía manualmente tendrán que ser adelantados con la entrada del cambio de horario en la madrugada del Domingo, a las 2 AM.

Los demás relojes, los de las computadoras, nos robarán automáticamente una hora.

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  • José Fuentes-Salinas, tallerjfs@gmail.com
    Long Beach, California, Marzo, 7, 2019.

HISTORIAS DE LAS VEGAS: Reencuentro de inmigrantes michoacanos

Estaba confundido. El recordaba nuestra amistad, pero no mi nombre. Hacía tanto tiempo. Nos encontramos en el pasillo del Hotel Tropicana.

—¡Quihubo pariente!… ¿Cómo estás?

Mi hablado lo sorprendió. Pero yo sabía que era el Enano, y él sabía que yo era el mismo bato aquel de la Secundaria Melchor Ocampo, de Zacapu, del Grupo “B”. En aquellos tiempos en que el “bullying” no era aún políticamente incorrecto, casi todos teníamos sobrenombre: la Burra, Tribilín, la Gringa, la Señorita Puré, la Momia, el Chango, el Colorado… Todo era motivo de sobrenombre: las cejas, lo rubio, el color pálido, las nalgas exquisitas de alguna compañera…

—Y tú ¿cómo es que andas acá?

—Pues igual que tú. Somos piedras de Zacapu, muy rodadoras, ¿o qué no?

El Enanito era un tipo a toda madre. Con él nos íbamos caminando de regreso a la escuela, cruzando la milpa de maíz de la Ciénaga. El vivía allá por las Siete Esquinas, y era un gran lector. Me había prestado los cuentos de “Bertholdo, Bertoldino y Cacaseno”. No sé ni como esos pinches mocosos que éramos estábamos leyendo literatura de la Edad Media.

“Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno es el título de tres cuentos muy populares escritos por Julio César Croce (los dos primeros) y Adriano Banchieri (el último), publicados por primera vez en una edición única en 1620. Estos relatos retoman cuentos antiguos, en particular la disputa de Salomón y Marcolfo que data de la Edad Media” (Wikipedia).

Libro de “Bertoldo, Bertoldo y Cacaseno”. Cortesía Editorial.

El Enano, como yo, habíamos emigrado a California, y no nos habíamos visto desde hace 45 años, desde que estábamos en la secundaria. El se había hecho maestro, y ahora, ya próximo al retiro, andaba en una de sus últimas conferencia en Las Vegas.

No sabíamos cómo entrarle a la conversación. Un espacio en blanco de casi medio siglo no era poco. El único tema en común era la escuela secundaria. Las entretenidas clases de Historia del profesor “Ay nanita!”, los juegos de futbol… y la aventura de matar tuzas o hacer fogatas con el rastrojo.

—Ja aaaa… Me acuerdo cómo nos esperábamos a que saliera una tuza en la milpa para soltarle una piedra. Se veía cómo poco a poco iban sacando la tierra hasta que  asomaban la cabeza. ( palabra tuza procede del náhuatl tozan, topo, clase de rata).

—Si, hombre. Y, luego, con aquellos fríos, cómo juntábamos un poco de rastrojo de las matas secas del maíz para hacer fogatas, hasta que llegaba el prefecto a regresarnos a los fríos salones de clase.

Por alguna razón, el cerebro que envejece se hace más lúcido en recuperar imágenes muy remotas, aunque algunas veces los nombres se escapen. Yo me acordaba de Alfredo Cervantes, el que le sacaba punta a los lápices a mordidas, de Alfredo Córdova, el que escribía como arquitecto sin que sus frases tocaran los renglones… Pero de muchos compañeros solo recordaba la imagen que los identificaba: burra, gringa, chango, momia…

—Tu que eres maestro, deberías hacer que los profes escribieran más libros. El salón de clases es una laboratorio social adonde llega gente de todos los estratos. Más aquí que hay tanto inmigrante. 

—Si pues.

En una comunicación fragmentada, cada cosa que sacábamos derivaba en otros temas de lo que cada uno había vivido después de que salió de la Secundaria: el trabajo aquel que tuve en la Purina de Querétaro, donde mataba ratas que se trepaban a los vagones del tren de sorgo, las tuzas que salían en el Parque El Dorado de Long Beach.

—¿Por qué ya no regresaste?

—Por lo mismo que tu. Uno es como las plantas. Puede desarraigarse y echar raíces en otra parte, pero llega una edad en que esto es peligroso, porque ya se adapta menos. Corre el riesgo de que las raíces se le sequen. Además, para qué regresa uno. Allá todo es un desmadre: fincaron en las tierras más fértiles, y todavía ahora a pesar de tanto dinero que ha entrado no hay una museito decente, un a buena biblioteca… ¿qué habremos hecho mal nosotros los maestros?…

El Enanito no había cambiado en su gran empatía que lo había hecho sobrevivir, en aquellos tiempos, al “bullying” escolar.

El tiempo se le acababa, antes de regresar a su sesión de la conferencia.

Nos terminamos el café, nos intercambiamos los portales en el Facebook y los teléfonos.

Hasta entonces supimos cómo nos llamábamos.

Tienda de souvenirs en Las Vegas, Nevada. Foto: José FUENTES-SALINAS.

 

  • José FUENTES-SALINAS. Las Vegas, Nevada. 11172018

 

LOS ACTORES: de cómo en Hawthorne, California, se prepara “La Pasión”

CASI TODOS VIENEN DE HOLLYWOOD. Pero no de los estudios donde se fabrican lo mismo asesinos que héroes para todas las necesidades.

Los actores vienen de la comunidad católica primera de Corintios XIII de la Iglesia Cristo Rey.

En el patio de la escuela parroquial de la iglesia de San José  El Carpintero, ellos representan “La historia más grande jamás contada”, el martirio y crucifixión del maestro Jesús.

El fin de semana, frente a niños y adultos que salieron de misa de ese iglesia de Hawthorne, soldados, apóstoles, sacerdotes y asesinos refrendan la superioridad de la bondad.

Ellos son:

  • Barrabás, un taxista llamado César Baena.
  • María Magdalena, Gisela Baena, enfermera.
  • Dimas, el panadero Reinaldo Flores que se ocupa al mismo tiempo de un ladrón bueno que de un soldado romano y un apóstol.
  • Judas, interpretado por Moisés Alberto Raúl, de oficio carnicero.
  • Gestas: el que le hace la pregunta más difícil a Jesús: ¿si eres Dios por qué no usas tu poder?. Es José Luis Álvarez cuyo oficio es medir la temperatura de los árboles de las casas de los actores como Arnold Schwarzenegger.
  • Simón Pedro: René Burgos, mecánico, arregla los camiones de basura del Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles.
  • Entre hermanos y familiares, que se turnan papeles y oficios de acomodar tronos y cruces, así como el de hacer aparecer escenografías, hay estudiantes, amas de casa, soldadores y milusos.

El único que tiene un título universitario, es el que dará la mayor muestra de humildad: Jesús, el Salvador del Mundo, es Salvador Vázquez, un salvadoreño de Soyapango que en 1981 dejó el cantón de El Limón para venirse a los Estados Unidos donde se recibió de trabajador social en Cal State Los Ángeles.

Salvador es el maestro, y además de ser profesor le gusta patear la pelota de fútbol.

Luego de que lo azoten, le pongan la corona de espinas y lo crucifiquen tendrá que irse rápido a dormir porque el domingo tiene un partido a las 9:00 de la mañana en Pasadena.

Los actores dirigidos por Rolando Burgos, llevan 15 años representando la pasión y muerte de Jesucristo, y su profesionalismo es tanto que los adultos se quedan mudos y las niñas del público se conmueven a tal grado que cuando crucifican al redentor les brotan lágrimas.

De siete años, Jessica Becerra contesta a una pregunta boba: ¿cómo me siento… Qué no ves mis lágrimas?.

 

—José FUENTES-SALINAS, 31 de marzo de 2001, tallerjfs@gmail.com

 

Vinos de Stolpman Winery: María de los Tecolotes

DEBIA saberlo desde el principio. El nombre “Para María de los Tecolotes” significaba algo. Pero, así como así, fui a que me sirvieran una probadita, luego de tomar un Grenache. A’su madre!… Este era perfume para el paladar. Un perfume delicado y sabroso. Ma-ría de los Teco-lo-tes”. “You know what it means?”, le pregunté al empleado. It means: “For Maria of the Owls”.

Al chavo le valió madre mi explicación  (ya la sabía) y siguió atendiendo a la linea de probadores de vinos del viejo Tom Stolpman, un abogado que es bien reata con sus trabajadores mexicanos, al grado que les dejó un terreno para que ellos plantaran uvas e hicieran sus propios caldos.

Con John nos pusimos a platicar con Tom. Nos dijo que estaban plantando uva con una nueva técnica con la que no necesita tanta agua. “Este año los viñedos solo usaron la lluvia de la temporada”, dijo, luego de explicarnos que la vid hace raíces más profundas, y la piel de las uvas es más gruesa, pero a la vez los jugos son más dulces. La Chulita y Debbie fueron a agarrar unos bocadillos de quesos y fiambres.

En el changarro de la venta de vinos Stolpman en la Calle Broadway de Long Beach, a un lado de un Taco Bell y un estudio de Yoga, se organizan por turnos a los miembros del club para recoger sus botellas, pero al mismo tiempo ofrece unas probadas de vinos en el patio.

Hoy, el domingo estaba muy nublado, como para echar la hueva en la casa, pero los vinitos eran una tentación incapaz de resistir. Por eso fuimos.

La Chulita había decidido hacerse socia del club desde que supo lo bien que Stolpman trata a sus trabajadores, y la forma que incluso uno de sus vinos -La Cuadrilla- lo hacen ellos. Pero “María de los Tecolotes” era otro vino que ameritaba una explicación. Por eso averigué que se trata de la esposa de Rubén, la mayordoma que anda en cuatrimoto supervisando los  viñedos.

María Solórzano es del pueblo de Santa Cruz, a dos horas de Guadalajara, Jalisco, no muy lejos del rancho donde nació su esposo Rubén. Ahí se les llama a sus habitantes los tecolotes. La familia Stolpman pensó que así como el vino “Angeli” honraba a la inmigrante italiana suegra de Tom, ahora le tocaba a la paisana María hacer historia.

María Solórzano/ Cortesía Stolpman Winery www.stolpmanwinery.com

La llegada de “María de los Tecolotes” ocurrió en el 2014. En el tercer año de sequía, sorpresivamente, sin irrigación especial, las plantas que estaban colgadas en los viñedos empezaron a madurar. Produjeron unas uvas dulces y concentradas que le dieron sentido al sudor de los paisanos inmigrantes.

Ese jugo especial de la uva Syrah produjo el vino digno de una mujer como “María del los Tecolotes”.

José FUENTES-SALINAS/Tlacuilos.com

Caravan Motor Homes: El Primer Trabajo

PARAMOUNT, CA., 1978.- Concluyó el fin de semana. Al final de la jornada del viernes, se recogió la cooperación para las cervezas. El compa Beto del Montecarlo fue a traerlas. El era el encargado, y vaya que estaba preparado. La cajuela del Montecarlo se había convertido en una hielera.

Así, al salir de la nave industrial de Caravan Motorhomes, en el estacionamiento ya esperaban las “chelas” bien “helodias” para despedir la semana.

En la cajuela de un Montecarlo, Beto había hecho una hielera donde colocaban las cervezas para festejar la semana laboral. Foto: José Fuentes-Salinas

El Bob, uno de los dueños y supervisor de la compañía se hacía de la vista gorda. Solo cerraba la puerta de la fábrica para evitar compromisos.

De Zacatecas, Sinaloa, Michoacán… los compas que hacían zumbar herramientas todos los días, bromeaban, y hablaban de la familia de aquí y de allá, de los autos, de lo que pasó en la semana, de nada… De todo. Se pitorreaban de aquel amigo del Bob que daba la impresión de que trabajaba mucho, andando de prisa de aquí para allá, pero que, al final, lo que hacía era meterse a las Motor Homes y ponerse a escuchar radio.

Pero el que sí le ponía duro era el Ramón, que como un Rambo de las herramientas automáticas ponía la estructura y el triplay de los muros de esos coches casa que pronto podrían andar paseando en Yosemite o Malibu. Todos, como hormiguitas, tenían un trabajo específico. El Zardo, un chamaco zacapense que a sus veinte años, tenía su primer trabajo en una fábrica, se encargaba de poner las hojas de fibra de vidrio que van sobre la cabina del conductor. Luego les colocaba el tanquecito del gas, y ya cuando las unidades estaban terminadas les echaba un impermeabilizan de chapopote en la parte de abajo. También les pintaba las franjas de los costados. Con spray de chapopote, había veces que quedaba como mapache, pero, al revés: el rostro oscuro y los pómulos claros, protegidos por las gafas.

Carpinteros, soldadores, ensambladores, pintores… Aquí se aprende de todo, compa. A Vicente se lo cotorreaban porque venía de La Piedad, Michoacán, pero, de pronto, era ya un mecánico especializados.

“Este guey hacía ollas en el ‘terri'”, decía Ramón.

Y Vicente le reviraba:

“Y tu hacías guaraches en Purépero, cabrón… Ja aaaa…”

El viernes era el día del cheque. Quienes habían hecho “overtime” libaban cerveza con más gusto. Sabiendo que el sábado se irían al mercado de Mariscos de San Pedro, a darse un festín, o al Swap Meet de paramount a “chacharear”.

Para el Zardo, esa era una experiencia de aprendizaje. Ahí, en California, conocía lo que era trabajar de verdad, como lo hacen los mexicanos. Con dos años de estudio universitario, veía con orgullo ese cheque que pronto lo irían a cambiar a la tienda de Wilmas, y, acaso, le podría raspar un poco para comprarse una garrita para lucir bien en la escuela nocturna de inglés como segundo idioma.

El Zardo, a sus veinte años, no se aguitaba de ese trabajo “sucio”.

“Los únicos trabajos que no sirven para un carajo son los que pagan mal y no aprendes nada”, se decía, mientras le ponía atención a la forma como Vicente soldaba y cortaba láminas con herramientas automáticas que luego aprendería a usar.

Y, al final, con una cervecita en la mano, celebraba con todos la forma en que los coches casa salían todos los días, con una precisión de una perfecta cadena productiva.

Swap Meet: de cómo sin proponérselo, los comerciantes son “ambientalistas”

Trino y Ramón ya están guardando sus chunches para irse.

Los Vientos de Santa Ana han enviado una onda calurosa al Sur de California, y el asfalto en el Swap Meet de la Villa Alpina empieza a arder.

Con sus bigotes canosos y su rosario en el pecho Ramón va guardando en cajas de cartón CDs, videos y candelabros de vidrio. Hace ya varias semanas que no le veo algo más interesante. El fue el que me vendió el buzón oxidado que ahora uso para guardar las deudas pendientes. Lo tengo arriba del escritorio, a un lado de mi título de psicólogo, para que no se me olviden.

A Don Trino no le he comprado nada, pero hoy tenía un estuche oxidado para herramientas que me vendió en cinco dólares. Lo voy a lijar y lo voy  a pintar por dentro para guardar unas pocas herramientas para talachitas menores. Trino es de Talpa, y Ramón, de Guadalajara. Hay veces que no compro nada, pero me la paso a gusto platicando con los comerciantes y tomando unas fotos.

“Usted sí parece un charro”, le digo a Trino, quien trae un enorme sombrero de caporal, negro, así como se usan en Jalisco.

“Te lo vendo, si quieres”, dice, “ya he vendido cinco. Este es tan bueno que hasta me mata las pulgas, ja jaaa”.

Los comerciantes de artículos usados son, de cierta forma unos ambientalistas. Foto: JFS

Trinó es un hombre ya de la Tercera Edad, pero se ve macizo, levantando y guardando en el camión cadenas, palas y otras herramientas.

“Con eso ya no necesita ir al gimnasio”, le digo.

Trino dice que ya tiene más de 30 año vendiendo en el Swap Meet. Tiene muchas historias para cada cosa. Por ejemplo, hablando de los sombreros cuenta que allá en Talpa, había un amigo que andaba borracho y se quedó dormido a la entrada del Santuario de la virgen, con el sombrero a un lado. La gente que pasaba, pensaba que era un pordiosero, y le iban poniendo dinero en el sombrero.

“Pero cuando despertó vio un montón de billetes en el sombrero y gritó: Milaaagro!…  ja jaaa…”.

Caminando, pasado el mediodía, me encuentro con el “Indiana Jones”. El carga otros tiliches para su puesto,  y siempre anda vestido con traje militar.

“Estas cosas me las acaban de vender”, dice. “Aquí también entre los negociantes nos vendemos las cosas”.

“Indiana Jones” me explica que hay muchas formas de aprovisionarse de cosas.

“Hay muchos que van a las subastas de bodegas de alquiler. Tú sabes: hay gente que renta un cuarto para meter sus cosas y se va a otro estado, y ya después no vuelven y el gerente remata sus tiliches. Quienes van a la subasta son bien coyotes y de una primera vista ya saben cuánto puede valer todo”.

Cuenta que a veces se llevan sorpresas, como cuando en un abrigo encuentra unas cuantas joyas, o en una caja de clavos oxidados un pequeño anillo con diamante.

“Así me pasó la otra vez. Necesitaba unos clavos, y a un vendedor de aquí le compré una caja de clavos y al sacarlos salió un anillito de oro con diamante que vendí por 300 dólares”.

Al Swap Meet, tanto comerciantes como clientes, muchas veces solamente se van a distraer.

“¡Ya despiértate, viejo!”, le dicen a un vendedor que se estaba echando una siestecita. “De seguro ahorita vas a llegar a decirle a tu mujer que te cansaste de dormir, porque no hubo clientes”.

 

– LONG BEACH, CA., 1, Abril, 2017. José Fuentes-Salinas, tallerjfs@gmail.com

El reciclaje: los mercados de artículos usados

De cómo la venta de artículos usados en Carson, California, reflejan los estilos de vida y valores de una sociedad

José FUENTES-SALINAS/ tallerjfs@gmail.com

Mientras arde el asfalto del estacionamiento convertido en mercado de objetos usados, el bigotes me habla del reciclaje de los recuerdos del abuelo.”´¿De donde vienen todas estas cosas?… Vienen de mi trabajo que
tengo los fines de semana. Trabajo con un contratista que se encarga
de limpiar las casas que van a vender. Muchas casas son de gente que murió, viejos algunos, dejan mucha cochinada pero también muchos fueron buenos para hacer colecciones. De esos que no dejaban que les tocaran sus cosas ni a sus parientes que los visitaban”.
En el Swap Meet de la Villa Alpina, los miércoles son buenos para la
conversación. La ausencia de clientes le da paciencia al bigotes para conversar con el cliente que sólo le ha comprado un viejo buzón
oxidado.
“Mire. La otra vez fuimos a una casa donde había una colección de
payasos. Había todo tipo de payasos. Payasos de trapo y de vidrio, de porcelana y de madera, había viejos payasos ya con los pelos
cayéndose. Payasos tristes y payasos de tazas de café de un circo. Yo le dije al contratista que cuánto quería por todos. Le di $200 y me
traje toda la colección. Una parte la traje un día y la extendí en
estas mesas. Los puse a $20 cada uno, y luego la señora de enfrente
vino y me preguntó que cuánto quería por toda la colección. Le dije
que me esperara a ver cuanto en cuánto se vendía, que se los podía dar más baratos los que quedaran, los que no se habían vendido. Pero ella me ofreció $400 y se los di todos. Luego, al día siguiente me traje la otra parte de los payasos y pasó lo mismo. Llego un coreano y me los compró todos. Hay quienes compran aquí y luego lo revenden en el otro Swap Meet del Harbor College, de Wilmington”.

El bigotes a veces se encuentra con cartas de amor y objetos más personales de las casas que descombran y limpian.
Las colecciones de toda una vida suelen terminar así, en un mercado de pulgas, en un tianguis.
Hace un momento encontré a Dante entre viejas herramientas oxidadas. El grabado en bronce lo compré por dos dólares. El escritor de la divina comedia probablemente fue parte de un viaje de alguien que fue de turista a Italia. El bigotes, oriundo de Guadalajara, piensa que así se conocen a las personas por lo que atesoran, y por la forma en que otro se deshacen de lo que fueron los tesoros del abuelo.

“En otra casa que fuimos a limpiar nos encontramos con una colección muy grande de elefantes. Había elefantes de vidrio y de algo que parecía marfil. Pero esa vez, el ayudante del contratista lo aconsejó a que no me de los vendiera y se quedó con todos ellos. No sé a qué habrá hecho con tanto elefante”.

-Agosto, tianguis2016

Los zacapenses en California

A un lado de la fuente, los zacapenses vacilaban, se tomaban fotos....

A un lado de la fuente, los zacapenses vacilaban, se tomaban fotos….

CRONICA: De como los inmigrantes mexicanos de Zacapu, Michoacán,realizan sus reuniones sociales en Wilmington, California

Por José Fuentes-Salinas
tallerjfs@gmail.com

El taquero se apostó a la entrada. Las mesas se colocaron en el patio trasero, no muy lejos de donde estaba el viejo guayabo, el nopal, el mango y las granadas. La fuente, estilo de cantera colonial lucía frente los arcos de las bugambileas y la llamarada.
El chorrito de agua producía un efecto relajante, como en las tardes aquellas de Zacapu, cuando estaba la fuente en la Plaza Ocampo, la misma que fue cambiada luego por otro kiosco como el que había antes de la fuente.
Cumplir sesenta años no es cualquier cosa.
Se necesita un poco de gracia y otra cosita.
El hombre los acababa de cumplir.
La fiesta tenía un tema: lo mexicano.
Pero ¿qué es lo mexicano? ¿lo culiche? ¿lo tarasco? ¿lo jarocho?…
El hombre se vistió de Jarocho, con su sombrerito de palma, su traje blanco y su mascada roja. Sus hijos eran: un charro jalisciense,un vaquero de Sinaloa y una tehuana. Su esposa era una china poblana con grandes flores bordadas.
Sesenta años.
Desde que se vino adolescente de Zacapu a California, Wilmington siempre ha sido su casa. Ahí, en ese patio, alguna vez estuvieron sus padres, y en ese garaje se habían acomodado los muchachos cuando eran muchachos, y no “jefes de familia” con nietos, como ahora.
Ya con todo listo para la fiesta, el hombre se destapó una cerveza y echó un vistazo a su alrededor.
Todo estaba listo, las mesas, la enorme carpa que cubría la mitad del patio, las ollas del agua de jamaica, las botellas de tequila y brandy, las hieleras con cervezas, los adornos colgados de papel picado, la bandera mexicana…
Entre familiares y amigos, para muchos esa casa era bastante familiar. Ahí habían crecido cuando llegaron de Zacapu. Ahí celebraron, y ahí vieron a la abuela preparar sus famosas salsas con chiles tostados que aromatizaban la casa de picor.
No estaban todos los que eran, ni su madre, ni su padre, ni su cuñada, ni algunos sobrinos… Pero estaba él. Esa era una fiesta muy especial por las presencias, tanto como por las ausencias. Esa sería la primera vez que no tendría que hacer un “guardadito” de comida para llevársela al día siguiente a su amigo jubilado. Su mejor amigo había muerto este año de complicaciones de la diabetes, solo.
El hombre se regocijó de estar tan acompañado.
De pronto se escuchó el estruendo del mariachi tocando el Son de la Negra. Pasaron frente al taquero de Zacapu, y luego se acomodaron a un costado de la fuentecita que habían comprado en el Swap Meet de Santa Fe Springs.
Sin violines, pero con guitarra, guitarrón y trompetas, los mariachis le tocaron luego “Las Mañanitas”.
El, que era solamente cervecero se animó a echarse un trago de tequila y ante todos agradeció como lo hacía Pedro Vargas en el programa de televisión “Noches Tapatías”, diciendo solamente: “muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido..”
Este año había tenido un accidente que le había fracturado ambos pies, y que le impidió caminar por varios meses, pero en ese momento ya estaba bien como para salir nuevamente a bailar una polka con el mariachi, y lo hizo.
A sus sesenta años, sabía de lo difícil que es mantenerse de pie sobre la tierra, y ahora lo hacía con ritmo, celebrando por los que están y por los que ya no están.
Con abundancia de iPhones, las mujeres arregladas con moños coloridos sobre la cabeza se tomaban fotos y más fotos.
En Wilmington, no muy lejos de ahí, se escuchaba otra fiesta que incluso había arrojado dos o tres luces artificiales verde, blancas y rojas.
Después de más de tres horas, los mariachis callaron.
El director de los músicos, había consultado puntualmente su iPhone. Sabía en qué momento aquello terminaría.
Se fueron con su música a otra parte, como algunos de los invitados.
Poco después también se iría el taquero que había preparado tacos de carnitas, pollo, carnitas y suadero.
-Anden, anden, antes de que se vaya el taquero, llévense un plato de carne para que almuercen mañana -decía la esposa a algunos invitados.

Los plantadores de palmeras

Salí del gimnasio. Cerca del estacionamiento del centro comercial se había estacionado el camión de las palmas.
-Son palmas datileras, pariente, de esas que traemos de Coachella –dijo el Moreliano- ese es mi trabajo.
El hombre de casco blanco y chaleco verde chinga-la-retina se tomaba un descanso. Para traer las palmas de Coachella, las sacan de noche y viajan de madrugada. Eso es lo que ha hecho el Moreliano por más de 25 años.
-Por eso es mi diabetes –dijo- y por el estrés, aunque ya tengo pagada mi casa.
La empatía tan rápida que comprometo con ese hombre de 48 años es porque yo también hice un trabajo parecido, cuando me trepaba en Mendocino a los redwoods para cortar semillas.
-¡Cabal!… Así también hay unos compas que se suben como changos a las palmeras para cortarles las hojas –dijo el Moreliano. Por eso, cuando vienen mis parientes a visitarme, yo les digo: miren, aquí es puro trabajo.
Debajo de la sombra de uno de los arbolitos que sobrevivieron a la remodelación del “mall”, la conversación se torna amable, como si los dos compartiéramos una aventura. La grúa levanta la segunda palmera que guarda en un cubo un poco de tierra del terreno original. Para que en el trasplante a otra tierra no se muera de un shock, tiene que preservar un poco de la tierra de donde nació y creció. Esa tierra que traen debajo es de Coachella.
-Sí, mire, esas palmeras dan dátiles. Yo a veces que voy de vacaciones a Morelia, les llevo unas cajas de dátiles. Estas son diferentes a aquellas que ve usted del otro lado de la calle. Aquellas son mexicanas. También hay palmeras de cocos, pero son hembras que no producen fruto. Nosotros plantamos palmeras en las playas, como las que ve en Venice o en Santa Mónica. Las palmeras son el símbolo de California. Por eso les gustan, y, además porque sus raíces se van derechitas hacia abajo, y no afectan el pavimento. Pero también tienen el problema de que no aguantan mucho el esmog. Se secan.
-Esas son como las que también crecen en Irak –le digo.
-Sí, Allá también mandamos palmeras de Coachella –dice el Moreliano.
-¿Cómo? –pregunto sorprendido.
-Se van en avión.
El Moreliano me dice que la mayoría de los que andan ahí descargando las palmeras son de Michoacán, inclusive su jefe.
-¿Y qué tal si se enviaran palmeras a plantar a Morelia?
-Bueno, hubo un lugar donde alguna vez plantaron, pero se secaron.
El orgullo por el trabajo es tanto como el orgullo de venir de donde se viene e ir a vacacionar.
Cuando tocamos el tema de los hijos, el Moreliano se pone en tema reflexivo. Su hijo mayor abandonó la universidad, a pesar de que lo estaba apoyando en casi todo.
-Ahí sí, quizá, mi error fue haberle dado todo, haberle puesto tan fácil las cosas. Le di para su carro y le estaba dando dinero, luego me di cuenta que desde hacía tiempo había dejado de ir al college.
Le digo entonces cómo allá en Morelia, cuando uno se iba a estudiar lo mandaban solo con el dinero para abonarse en una comida rápida, y el pasaje de regreso, y si uno se iba al cine tendría que regresarse de rait.
El moreliano espera que sus otros dos hijos le echen más ganas.
-La menor ya dijo que quería irse al ejército.
El hombre se quita el casco y se limpia el sudor.
Hablamos de la belleza de Morelia, de los portales, del cafecito frente a la plaza, de la muchachada de estudiantes, y de la dificultad del tráfico.
-Cuando voy, yo prefiero no usar mi auto, prefiero andar en taxi, que, además es más barato.

JFS, tallerjfs@gmail.com