CRONICAS DE LAS VEGAS: ¿A dónde van quienes se aburren de los juegos de azar?

LAS ROCAS son de un color rosado con lunares oscuros. Pareciera que un escultor las hizo. En grandes bloques fracturados, o en una padecería de rocas, muestran el paso del viento y el agua. Son rocas sedimentarias que contrastan con los amarillos y ocres de los arbustos. Contrastan también con el azul celeste que a veces se rompe por la estela de humo que dejan los aviones, y que se suelen confundir con las nubes.

—A ese lugar es a donde vamos quienes vivimos en Las Vegas -me había dicho antes la mujer que manejaba su camión “lonchera”. -A nosotros ya nos aburren los juegos de los casinos de la Strip. Es pura sacadora de dinero. Claro, solo vamos cuando algún pariente viene a visitarnos, desde México.

Yo no vivo en Las Vegas, pero comparto el sentir de muchos residentes. Por eso, luego de venir por tantos años, por cuestión de trabajo, me gusta largarme al Parque Nacional Red Canyon que está a veinte minutos de la Strip por la autopista 215.

Se trata de un escenario de formaciones rocosas donde al fondo se ven las que le dan nombre al parque, pero antes hay mucho camino que explorar.

Hay todo tipo de visitantes: familias mexicanas de los trabajadores de los casinos que saben que esa es la única distracción barata de la “ciudad del pecado”; escaladores de montañas que van con sus cuerdas a entrenarse; parejas de jubilados que van a dar un breve paseo; modelos que van acompañadas con algún fotógrafo; jóvenes que se van de pinta…

Las rocas son un espectáculo. Son el símbolo de la permanencia, de la paciencia… Se hicieron cuando ese extremo oriental del Desierto de Mojave era una cuenca oceánica.

El área de Red Rock estaba bajo el mar en la Era Paleozoica hace 600 millones de años. Durante la Era Mesozoica, hace 250 millones de años, la tierra se hinchó y se depositaron lutitas y areniscas marinas. Luego hubo evaporaciones que produjeron sales y yeso. La oxidación de los minerales de hierro en los sedimentos dio lugar a los colores rojizos de algunas de las rocas.

Caminar cerca de esas rocas, es caminar entre una formación de millones de años de rocas que se fracturan y se recomponen.

Los turistas difícilmente podrían concebir la idea de ir a Las Vegas, repartiendo su tiempo con una caminata a Red Rock Canyon. Para mí, ese paseo de unas dos horas es lo que me reconcilia con esos fines de semana de conferencias, en los que el hiperealidad suele ser abrumadora y alienante: nalgas y labios luminosos del tamaño de un edificio, una estatua de la libertad caricaturizada con una playera del equipo de Hockey de los Knights, tragos como golosinas…. una Disneylandia para adultos.

Me gusta la arquitectura de los hoteles, lo extraordinario de los arreglos luminosos, con el cristal, hierro y mármoles pulimentados. Pero la cultura urbana no es solo la arquitectura, también es el paisaje, la protección de lo que le costó al viento millones de años esculpir.

A Las Vegas han llegado muchos inmigrantes que  no pueden pagarse una vivienda en Los Angeles, y otras ciudades de California. Un trabajador de la construcción me decía que aquí paga la mitad de la renta que pagaba en South Central. Pero reconoce que las atracciones para una familia no son tantas.

Habiendo vivido en varias ciudades de México y California, creo que no hay ciudades perfectas. Pero las mejores son aquellas en las que sus habitantes cuidan de sus imperfecciones.

Preservar el Parque Nacional Red Canyon es una forma de hacerlo.

 

—José FUENTES-SALINAS, Las Vegas, Nevada, 11172018.

 

 

HISTORIAS DE LAS VEGAS: Reencuentro de inmigrantes michoacanos

Estaba confundido. El recordaba nuestra amistad, pero no mi nombre. Hacía tanto tiempo. Nos encontramos en el pasillo del Hotel Tropicana.

—¡Quihubo pariente!… ¿Cómo estás?

Mi hablado lo sorprendió. Pero yo sabía que era el Enano, y él sabía que yo era el mismo bato aquel de la Secundaria Melchor Ocampo, de Zacapu, del Grupo “B”. En aquellos tiempos en que el “bullying” no era aún políticamente incorrecto, casi todos teníamos sobrenombre: la Burra, Tribilín, la Gringa, la Señorita Puré, la Momia, el Chango, el Colorado… Todo era motivo de sobrenombre: las cejas, lo rubio, el color pálido, las nalgas exquisitas de alguna compañera…

—Y tú ¿cómo es que andas acá?

—Pues igual que tú. Somos piedras de Zacapu, muy rodadoras, ¿o qué no?

El Enanito era un tipo a toda madre. Con él nos íbamos caminando de regreso a la escuela, cruzando la milpa de maíz de la Ciénaga. El vivía allá por las Siete Esquinas, y era un gran lector. Me había prestado los cuentos de “Bertholdo, Bertoldino y Cacaseno”. No sé ni como esos pinches mocosos que éramos estábamos leyendo literatura de la Edad Media.

“Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno es el título de tres cuentos muy populares escritos por Julio César Croce (los dos primeros) y Adriano Banchieri (el último), publicados por primera vez en una edición única en 1620. Estos relatos retoman cuentos antiguos, en particular la disputa de Salomón y Marcolfo que data de la Edad Media” (Wikipedia).

Libro de “Bertoldo, Bertoldo y Cacaseno”. Cortesía Editorial.

El Enano, como yo, habíamos emigrado a California, y no nos habíamos visto desde hace 45 años, desde que estábamos en la secundaria. El se había hecho maestro, y ahora, ya próximo al retiro, andaba en una de sus últimas conferencia en Las Vegas.

No sabíamos cómo entrarle a la conversación. Un espacio en blanco de casi medio siglo no era poco. El único tema en común era la escuela secundaria. Las entretenidas clases de Historia del profesor “Ay nanita!”, los juegos de futbol… y la aventura de matar tuzas o hacer fogatas con el rastrojo.

—Ja aaaa… Me acuerdo cómo nos esperábamos a que saliera una tuza en la milpa para soltarle una piedra. Se veía cómo poco a poco iban sacando la tierra hasta que  asomaban la cabeza. ( palabra tuza procede del náhuatl tozan, topo, clase de rata).

—Si, hombre. Y, luego, con aquellos fríos, cómo juntábamos un poco de rastrojo de las matas secas del maíz para hacer fogatas, hasta que llegaba el prefecto a regresarnos a los fríos salones de clase.

Por alguna razón, el cerebro que envejece se hace más lúcido en recuperar imágenes muy remotas, aunque algunas veces los nombres se escapen. Yo me acordaba de Alfredo Cervantes, el que le sacaba punta a los lápices a mordidas, de Alfredo Córdova, el que escribía como arquitecto sin que sus frases tocaran los renglones… Pero de muchos compañeros solo recordaba la imagen que los identificaba: burra, gringa, chango, momia…

—Tu que eres maestro, deberías hacer que los profes escribieran más libros. El salón de clases es una laboratorio social adonde llega gente de todos los estratos. Más aquí que hay tanto inmigrante. 

—Si pues.

En una comunicación fragmentada, cada cosa que sacábamos derivaba en otros temas de lo que cada uno había vivido después de que salió de la Secundaria: el trabajo aquel que tuve en la Purina de Querétaro, donde mataba ratas que se trepaban a los vagones del tren de sorgo, las tuzas que salían en el Parque El Dorado de Long Beach.

—¿Por qué ya no regresaste?

—Por lo mismo que tu. Uno es como las plantas. Puede desarraigarse y echar raíces en otra parte, pero llega una edad en que esto es peligroso, porque ya se adapta menos. Corre el riesgo de que las raíces se le sequen. Además, para qué regresa uno. Allá todo es un desmadre: fincaron en las tierras más fértiles, y todavía ahora a pesar de tanto dinero que ha entrado no hay una museito decente, un a buena biblioteca… ¿qué habremos hecho mal nosotros los maestros?…

El Enanito no había cambiado en su gran empatía que lo había hecho sobrevivir, en aquellos tiempos, al “bullying” escolar.

El tiempo se le acababa, antes de regresar a su sesión de la conferencia.

Nos terminamos el café, nos intercambiamos los portales en el Facebook y los teléfonos.

Hasta entonces supimos cómo nos llamábamos.

Tienda de souvenirs en Las Vegas, Nevada. Foto: José FUENTES-SALINAS.

 

  • José FUENTES-SALINAS. Las Vegas, Nevada. 11172018

 

El escritor de café

Me intoxica el ambiente de los casinos. Me intoxica la hiperestimulación de los sentidos. Me abruma esa obsesión por el dinero, por ganar o perder algo, y esas pretensiones de erotismo que no son más que un engaño momentaneo para viajeros que el día de mañana serán en sus lugares de origen tan mojigatos y conservadores como siempre lo han sido. Déjenme explicar. Las Vegas es la “Disneyland” de los adultos. Y si en “el lugar más feliz del planeta” los padres pagan para forzar la alegría de los niños, en Las Vegas pagan para forzar un monto de exitación que los salva momentaneamente del tedio.

Por eso, cada vez que tengo que venir por motivos de trabajo, tengo que salirme a respirar realidad fuera de los casinos, luego de 24 horas de estar ahí.

Ya tengo mi ruta. Por la mañana, salgo del hotel y tomo la avenida Flamingo en sentido alejado de la “Strip” rumbo adonde se ven las montañas rojizas allá a lo lejos. Desayuno en uno de esos restaurantes donde los trabajadores de Las Vegas llegan el sábado, y de ahí me voy a tomar un café adonde hay más bien inmigrantes que turistas. En Las Vegas, casi todos han llegado de otro estado u otro país a trabajar, o a vivir del ocio. Pero “vivir del ocio” no siempre significa apostar, cantar, mover las nalgas, lmpiar hoteles…

El hombre que está a mi lado vive del ocio.

Trae unos tenis sucios y sin calcetines, y un abrigo demasiado grande. Pero antes que yo mismo saque mi cuaderno de piel para escribir unas cuantas divagaciones con pretensiones literarias veo con sorpresa lo que hace el sobre su mesa. Con una taza grande de café y un montón de hojas de papel bond, el hombre escribe a toda velocidad cuartillas y cuartillas a mano.

Jeff, un escritor. Foto: José Fuentes-Salinas.

Jeff, un escritor. Foto: José Fuentes-Salinas.

A un lado tiene una pluma “papermate” adicional por si se le acaba la que está usando. En el suelo, a un lado de la silla, tiene otro paquete de manuscritos. Me quedo inhibido para escribir por un momento. Me lo imagino como Don Matatías, aquel personaje de Los Agachados de Rius que llevaba amarrado el pantalón con una cuerda y que siempre estaba lanzando sentencias filosóficas a quien se dejara. Pero también se parece a un “homless light” como los que hay a unas cuadras de los casinos y que el alcalde mantenerlos lo más alejado posible de los turistas.

Pero a quienes llegan al café, más que sorprenderles su facha, se quedan sorprendidos de que es uno de los pocos que no usan una computadora o que no traen un teléfono-computadora. Les sorprende también la alegría y velocidad con que escribe, a tal grado de que cuando parece escribir una idea muy ocurrente en su novela esta risa casi llega a carcajada.

¿Seré yo así alguna vez?… Me da miedo pensarlo. Qué gusto escribir y sé que ka escritura es un oficio solitario, pero ¡qué soledad la de él, qué inadecuación!. Por supuesto que a mí me da una gran alegría escribir, pero nunca me quedaría sin calcetines con tal de hacerlo. No en este tiempo en que se han producido cosas en exceso.

Tomo un sorbo de café y pellizco el muffin de calabacitas con nueces. Me pongo a pensar: Carajo, pero si yo he trabajado en un psiquiátrico y con frecuencia dialogo con neuróticos de oficina, ¿por qué no voy a dialogar con un colega?, me pregunto.

—¿What do you write about? -lo interrumpo.

Y cuando lo veo un poco sorprendio de que alguien busque su conversación, le muestro mi cuaderno para decirle que yo hago lo mismo. Se llama Jeff. Lo saludo de mano, y su cara se alegra cuando ve mi cuaderno.

—Escribo de muchas cosas, de economía, de política, de cosas que pasan… -dice.

Jeff me da la primera muestra de sanidad: es cortés y sabe escuchar.

—What a beautiful notebook, and you have skills for drawing and writing… It’s impressive.

Luego de haber estado en un casino donde los apostadores pasan por horas sin ver otra cosa que las cartas y los números, al grado de necesitar masajes, mi colega ríe y platica con un gran estilo.

Me dice que no tuvo hijos, ni tiene esposa, que sus parientes están regados por varios estados y que él mismo ha vivido en varias ciudades, incluyendo Phoenix y San Francisco.

No sabe exáctamente lo que quiere, pero si sabe lo que no quiere: que alguien le dicte qué hacer, cómo hacer, cómo vivir…

No entro en detalles de su escritura, y trato lo mejor posible de deshacerme de mi tufillo de psicólogo. Nos centramos en el oficio o gusto de escrbir, de la energía que se necesita para hacerlo… Aunque muchas veces se necesite más energía y más paciencia para lidiar con personas complicadas y pendejas.

—I don’t have as much energy as I used to —dice— all I can do is to write.

Me impresiona, cuando le hablo de lo que está ocurriendo en esta sociedad de inmigrantes, en esta sociedad donde la economía nos está dispersando, y de un de repente vamos perdiendo las personas y cosas que nos dan una referencia de lo que hemos sido. Como una charla entre amigos, le pongo mi ejemplo favorito del árbol, donde lo viejo y lo nuevo, el tronco y la corteza, dialogan a través de una fina membrana llamada cambium, y donde el tejido viejo y muerto sirve de sostén.

—Is it really dead? —me pregunta y mira hacia la calle, como si estuviera reflexionando.

Hablamos de los textos originarios de las culturas, de la importancia de la palabra escrita… Y cuando pareciera que nos encaminamos a cerrar la charla con una conclusión nihilista, criticando “la tecnología”, me da un comentario amable sobre la gente que está obsesionada con sus computadoras y teléfonos celulares: ellos solo están tratando de manejar lo mejor posible lo que es de sus vidas.

—Lo que hace falta —comenta— es que haya una mejor estructura para que todos nos podamos entender mejor.

Me dice que en muchas ciudades, empezando en Chicago, se están organizando un gran número de escritores y poetas para mantener los espacios de diálogo.

—Aquí en Las Vegas hay uno, y uno se puede inscribir sin ningún problema. Les encanta escuchar voces nuevas… Tu deberías hacerlo.

Lo saludo y me despido. Sintiéndome acaso un poco culpable por interrumpirlo… Y prejuzgarlo.

A Jeff es probable que no lo velva a ver.