La cultura está hecha de escritores muertos

AHORA LE tocó a su poeta irreverente, el que tenía la misma edad de su padre, y hasta se le parecía en su forma de hablar directa.

El no creía en las coincidencias, pero el jueves le sorprendió ver en el supermercado de libros la antología del escritor chileno.

Ya tenía una antología publicada en México, pero era de 1993. En 25 años, seguro que habría algo nuevo, aunque sabía que el viejito se había recluido en un pueblo lejano y melancólico donde le habían celebrado sus primeros 100 años, y, en el Youtube se podían ver videos por tal motivo.

El hombre no era consumista, ni siquiera de libros. Quería saber si la nueva antología del poeta cascarrabias había agregado algunos poemas que valieran la pena. Sacó la nueva antología y quizo tomarle fotos con el iPhone al índice para compararlo con el libro, pero la empleada lo detuvo: “no puede tomarle fotos a las páginas”. Y, por más que le explicó que solo era el índice, la empleada no dio otra respuesta. Salió de la librería encabronado. “Por eso se los va a llevar la chingada, son como burócratas”, se fue pensando.

Los supermercados de libros rara vez tienen la atención al cliente que los viejos libreros tenían. Foto: José Fuentes-Salinas.

El viernes no fue a trabajar.

Echó al morral de cuero el libro de antología y se fue a otra tienda de libros más cercana a su casa. Pero antes pasó al café. Compró un paquete de granos de Colombia Nariño y le dieron una taza de café gratis.

Se sentó. El vapor del café se levantaba sobre la mesa. Luego empezó a escuchar la plática de las mesas de al lado.

“Esto debe ser un hospital, no un café”, se dijo.

En la mesa de un lado se la pasaban hablando de la genética del cáncer y los últimos tratamientos. En la otra, unas señoras detallaban los problemas de la ciática, y los tumores malignos y benignos. Ellos, y ellas, con cabezas blancas o calvas, provocaron que el hombre sacara el libro “Poemas para combatir la calvicie”, publicado por el Fondo de Cultura Económica. En la portada Nicanor Parra parecía reírse de las pláticas.

Fue entonces, que el hombre se puso a pensar en si el poeta todavía vivía. Le parecía raro que en los Estados Unidos hayan sacado una antología con pasta dura.

La pregunta se la hizo al Google.

Fue entonces que se dio cuenta que a principios de año se había muerto sin hacer tanta bulla.

Quizá para evitar ese tipo de pláticas como las que ocurrían en el café de Long Beach el poeta se había retirado a una playa lejana a vivir.

El hombre dio un sorbo al café y se quedó pensando que sus escritores favoritos iban colgando los tenis, y este que era el más longevo se había ido de manera más discreta.

Se imaginó entonces una anti-biografía del anti-poeta:

Nicanor Segundo Parra Sandoval, poeta, matemático y físico. Nació en San Fabián de Alico, murió en La Reina. Dos hijos, Colombina y Juan de Dios… ¡Válgame Diós!… No creía en Dios. Más que poemas, escribía anti-poemas. Tenía alergia a la cursilería. RIP.

Libro de Nicanor Parra y cuaderno de escritura sobre la mesa de un café. Foto: José Fuentes-Salinas.

—José Fuentes-Salinas, tallerjfs@gmail.com, 05122018.

 

El Octagenario

El primer sol del sábado empieza a levantarse del lado de la autopista 605. A un costado del Río San Gabriel, Luis se detiene a tomar agua. Su bicicleta es un modelo viejo, pero rueda como esas que los pelotones de jóvenes llevan en la pista que baja desde la presa de Santa Fe Springs hasta Seal Beach.
-Ja jaa… Cuando yo estaba chamaco esos ni me hubiera visto el polvo -dice.
Con su ropa de ciclista que ya le queda un poco floja, Luis disfruta de sus paseos a un costado del río. Conoce a muchos de los que llegan ahí, y platica con quien lo escucha.
-¿Los guatemaltecos?… No, esos son portugueses -dice- ellos llegan más tarde. Hay veces que me los encuentro cuando voy regresando. Yo vengo más temprano porque el sol pega mås fuerte al rato, y a mi edad ya no les aguanto esa temperatura.
Luis es de un Tlapachahuaya, cerca de Ciudad Altamirano, Guerrero. Probablemente sea el ciclista de más edad que transita por esa ruta donde el Río San Gabriel es solo un hilo en medio del concreto que está por morir en la playa. Mientras conversamos, las garzas y patos buscan comida en el agua y los ciclistas pasan a un costado.
-Vengo aquí tres o cuatro veces a la semana, pero antier no vine porque me fui a pescar… ¿a donde?… Aqui mismo. De Long Beach sale el barco que nos lleva a las Islas Catalina… Ja jaaa… No encontré sirenas… Esas las veo nomás asolearse en la playa. Pero ahí en Catalina se agarra de todo, inclusive atún. Se la pasa uno bien, pero se tiene que levantar temprano. Pasaron por mi a las cuatro de la mañana, pero uno se entretien.
Compadeciendo de nuestras bicicletas, la mía que costó 85 dólares en Wal Mart, y la de él, lleva los forros de los manubrios desgastados y no es de las que usan pedales para encajar los zapatos, sale el tema de los modelos de los pueblos.
La cuestión es moverse y que no lo dejen a uno en el camino.
Cuando le platico de las pesadas bicicletas Hércules que usaba mi padre para transladarse de escuela a escuela, cuando daba clases, Luis recuerda también las de Tlapachahuaya.
-Esas si que eran mulas de trabajo. Mire yo allá trabajaba distribuyendo la cerveza Carta Blanca, pero en bicicleta. En la parte de atrás le había adaptado una parrilla y una tabla para cargar los cartones. Cuando iba a recoger las cajas de las botellas vacías a las cantinas, había veces que hacía una pirámide que hasta se levantaba de adelante la bicicleta. Nomás por pura nostalgia, la última vez que fui a mi pueblo, iba decidido a comprarme una igual, aunque allá tengo una bicicleta de aluminio. Me dijeron ‘eyy, Luis, conozco quien te puede vender una’, y allá voy. Pero cuando la Bajo el entendido de que en esta vida se tienen que estirar constantemente los músculos o se cuelgan los tenis, y de que hay dos maneras de entender esto: con dolor o sin dolor, Luis cuenta que su sobrino que la vez pasada lo acompañó a regañadientes ahora ya no lo podrá hacer.
-Le puesieron un marcapasos… ¡Carajo!, a él tan jóven… Fue en uno de los partidos de la Selección en el Mundial de Brasil… Estaba celebrando, luego de una buena comida, se echó unas cervezas y cuando iba a llevar las botellas a la cocina ¡zas! se fue de espaldas. Dice que es de lo último que se acuerda. Estuvo internado y no quería aceptar que iba a necesitar nada. Luego le pusieron de esos aparatitos con cables para chacarle el corazón las 24 horas… Luego le dijeron: mire, aquí dice que el corazón se le paró por unos segundos… y va a necesitar el marcapasos.
La plática ha sido suficiente como para descansar un poco. El sol sigue subiendo y cada vez hay grupos más numerosos de ciclistas. Pasa otro pelotón de unos 20 jóvenes y personas mayores con sus uniformes brillantes y sus bicicletas de Canondale, Specialized…
-Bueno, ahi nos vemos -le digo Luis y me voy de regreso.
Más adelante me alcanza y busca seguir la conversación.
-Usted hasta dónde va -me pregunta.
-Aquí, en el parque doy la vuelta.
-Andele pues, ahi nos vemos en la próxima, yo todavía tengo que pedalear un poco más.

* José Fuentes-Salinas, Ago., 16, 2004. tallerjfs@gmail.com

La Dignidad

No trabaja sucia. No lleva el vestido desfarrado o maloliente. Es cortés con el chofer y lleva su basura limpia en dos bolsas de plástico en un carrito plegable de ruedas. Su rostro arrugado se combinan con su paso firme que busca el primer asiento disponible en en el autobús de la Ruta 173. Todos los pasajeros la admiramos por su faldita de tablitas planchadas, su sweater y, a veces, un gorrito muy decente. La admiran en silencio, porque saben que es una viejita a la que muy bien, otros ya la hubieran mandado al asilo. Podría acaso ser “ilegal”, una inmigrante sin documentos que por esa razón no pide ayuda del gobierno.

Pero en todo el autobús, ella es La Ley, La Moral, La Dignidad.

De todos los que vamos ahí, ninguno trabaja más arduamente que ella, la más anciana.

Sin poder aguantarme las ganas de conversar, dejo de leer el periódico y me entero de que su trabajo empieza a las 5:30 de la mañana. Me entero del precio de la libra de las botellas de plástico y botes de aluminio que recoge todos los días en los callejones de Long Beach.

-Ultimamente ya está muy competido -me dice.

Seguimos por la Pacific Coast Highway. De pronto pide su parada.

No hay mucho tiempo para hacerle la pregunta que todos llevan en la cabeza.

-¿Cuántos años tiene?

-¿Cuántos me echa?

-Veinte -le digo en broma- todavía se ve muy maciza.

-Jaa jaa -alcanza a reír mientras va saliendo- Nomás ochecnta y cinco. Haga cuentas.

 

-José Fuentes-Salinas, 18.Jul.2009.

“Las decisiones”

 

ENTRO al nuevo milenio cuando tenía 103 años. Ardito Desio había nacido en Palmanova, Italia, en el Siglo XIX, transitó el siglo XX, y se despidió en el XXI.

Su último saludo público fue su obituario.

En una foto del periódico aparece al pie de un pico nevado de los Himalayas y en otra está sonriente con un elegante traje.

Mientras que para muchos la vida es solo ir saltando cifras, o acumulándolas, para Desio era comprobar que tan alto se puede trepar.

Y lo más alto que él pudo llegar fue el pico K2 de las Montañas Himalayas, el techo del mundo.

Para entonces, tenía la mitad de un siglo, cuando muchos ya estan pagando su sitio en el panteón, o estan a la espera de un cáncer o un infarto.

Habiendo descubierto petróleo en Libia, y luego de haber viajado al mismo Polo Sur, el geólogo se puso un nuevo reto a los 90 años: demostrar que lo que decía la Universidad de Washington era incorrecto, y que el pico K2 no era el más alto del mundo, sino el Everest.

En 1987 regresó al K2 y con ayuda de un satélite demostró no solo que el Everest es el techo más techo del mundo, sino que el tamaño de los retos es el techo de la longevidad.

-José Fuentes-Salinas, L.A.T.,dec.,2011.