Caminaba la vieja con su perro el primer día del año en esa costa fría y nebulosa de Monterey, California.
-Tu si me haz de entender, de otra forma no andarías conmigo –dijo la anciana enfundada en su abrigo.
El perro solamente la seguía, gozando como ella de esa libertad de andar solitarios en la playa.
-Veras –prosiguió- aquí empieza y termina todo, como el año. Aquí termina el oleaje y vuelve a empezar, así como los años que son solo ciclos de finales y comienzos.
El perro volvió a mover la cola.
En Asilomar, esa joya de California, había muchas cosas qué contar.
Allá arriba estaba un cementerio donde los venados comían pasto recién rasurado por la podadora y se orinaban en las tumbas, sin más preocupación.
Estaba también el santuario de las Mariposas Monarca, y el “hometown” del escritor John Steinbeck.
Pero a la anciana solamente, ese día, le importaba su perro y el mar.
Ese era un mar sin palmeras, sin mujeres en bikini bronceandose con el tacaño sol. Pero era un buen espacio para defragmentar el disco duro de la memoria, para organizar las ideas, y para tomarse un buen vino con pescado en el restaurantito “Fish Wife”.
De pronto, el perro se echo en la arena.
-No me digas que tu también practicas la meditación y la yoga –dijo la anciana, quien en ese momento se sintió mal por ese cigarro que fumaba.
El perro la vió, con un poco de lástima, cómo echaba humo.
La anciana entendió el mensaje.
¿Quién cuidaría de su perro si ella faltaba? ¿quién lo sacaría a esos paseos?
En ese primer día del año, apagó su ultimo cigarro y se fue caminando con su perro.
-Ya sé que tu no me dices nada. Pero tampoco los demás –murmuró.