CRONICAS de Zacapu: las tradiciones de Navidad de la generación de los 50’s

Por José FUENTES-SALINAS/ Tlacuilos.com

En la infancia las palabras sucumben a las imágenes. El psicólogo Allan Paivio lo sabe: de la infancia más arcaica quedan imágenes, más que palabras.

Por eso, más que palabras, recuerdo a mis hermanos bajando del cerro con una rama de pino cortada a machetazos. Esa rama olorosa con muchas ramificaciones era nuestro árbol de Navidad que estaría sobre el nacimiento, hecho con musgo, flor de piedra y heno colgando sobre las ramas.

De heno, estaba también hecho el pesebre vacío, y entre el heno y la flor de piedra, mis hermanas acomodaban pastores borreguitos, leñadores, peregrinos y Reyes Magos. Las figuras eran de barro de Tonalá y solo las traían los vendedores en esa época. En cada año, siempre había algún fracturado algún remendado, y acaso alguien con prótesis, listo para irse a un descanso.

Nosotros vivíamos fuera de la ciudad, frente al camino que daba a los burdeles -la Zona de Tolerancia- y rodeado de milpas, y una huerta enorme de duraznos que cuidaba el viejito Don Avelino.

Este pesebre navideño del Indoor Market de Anaheim, California, muestra la evolución que vino después cuando las figuras religiosas se empezaron a fabricar de pasta, hechas en China. Foto: José FUENTES-SALINAS

La temporada navideña no era de compras excesivas, por lo menos no de esas compras de locura de irse a acampar fuera de las tiendas, como ocurre en California. Las compras eran de cosas para comer y beber, para jugar a las posadas dándoles garrotazos a las piñatas que con un último golpe certero les rompían el cántaro que estaba cubierto de papel pegado con engrudo.

No recuerdo que alguien se haya lastimado al brincar sobre los restos de barro de la piñata. Lo que sí recuerdo es que algunas veces los sapotes negros se aplastaban, o que pensando que era una jícama alguien jalara los cabellos de alguna niña.

Las compras navideñas eran si acaso para adquirir estrictamente la ‘ropa de frío’ que faltaba, o la consola para tocar los discos Long Play, o para surtirse de música en la única disquera de Zacapu.

“Ya se va a diciembre, ya es Año Nuevo… Déjame quererte más”…. La temporada navideña tenía sonido, sabor y aroma. Discos de José Alfredo Jiménez, de Los Dandys, de la Sonora Santanera, de Ray Conniff, de Tony Camargo y su burrito sabanero. La Navidad sabía a cañas y mandarinas, jícamas y guayabas, a ponche con o sin piquete. Olía a pino, a pólvora de cohetitos.

Se gastaba, había dinero en el pueblo: los aguinaldos de los empleados del gobierno, las utilidades de los obreros de La Viscosa, el dinero de quienes levantaban las cosechas, los dólares de los emigrados que regresaban a los “Hometown” con sus autos nuevos y su ropa americana que aguanta muchas lavadas.

Pero no había esas compras desbordadas con tarjetas de crédito. Las compras eran “frugales”, es decir compras basadas en lo que se había cosechado, en lo que se había ganado, no en la deuda. Había escasez, claro que había escasez, más en ningún momento sentí que la Navidad era menos porque no había regalos. Entre otras cosas porque la Navidad era solo para regalarse abrazos y para recuperar el optimismo para el Año Nuevo.

Los regalos eran más bien continuos por varios días que duraban las posadas, y si bien el pobre de José se exponía el rechazo continuo, los niños recibíamos cada día un aguinaldo con colasiones, ‘ponteduro’ y fruta. Todo lo que teníamos que hacer era participar en la procesión y no quemarle las mechas del cabello a una niña con nuestras velitas. Las velas, que fueron símbolo de los paganos que luego incorporó el cristianismo primitivo, era toda una celebración infantil en esas oscuras y frías noches de la Sierra Madre Occidental.

Las posadas se organizaban alrededor de grupos de amigos, colegas de trabajo o parientes. En mi infancia más remota, la posada más popular, o acaso la única, era la de la casa de Doña Chucha. Esa casa era casi como un casco de una hacienda de adobe a corta distancia del cerro del tecolote y frente a La Piedrera, dividida por la carretera México- Guadalajara.

Doña chucha era una mujerona de pelo largo canoso que era la madre de las amigas de mis hermanas. En esa casa se concentraba el producto de las milpas de maíz y las vacas lecheras. Había pues modo y espacio para la celebración. La procesión con las velitas compradas en La Palestina o en la tienda Don Juanito Cipres destacaban en el patio de tierra y frente al pozo de agua, cerca del corral Los cuartos sombríos de adobe servían perfectamente para hacer las estaciones de las posadas: “Ya se va a María… Muy desconsolada porque en esta casa no le dan posada”…

Cuando había buenos padrinos de posada, había hasta cuatro piñatas y tamales con atole.Más tarde, ya casi adolescente, supe de las súper posadas de la casa de Lupita Rivera, la compañera secretaria de mis hermanas. Allí había mariachi, y Lupita, que tenía voz de contralto, se echaban a sus palomazos. Sin embargo, esas posadas de la casa que estaba en la contraesquina del cine Bertha, y a pocos pasos de la sastrería de mi padre, me parecía que era más bien para adultos.

En aquellos años 60’s, en los que todavía muchos nos alumbrábamos con lámparas de petróleo diáfano, las lucecitas de varitas de alambre eran como luciérnagas moribundos que a veces se arrojaban a la oscuridad del cielo confundidas en cometas. Y las palomitas de pólvora, buscapies y cohetitos eran explosiones de alegrías para los niños que fuimos.

La temporada navideña en México era larga, pero nunca se juntaba con el Día de los Muertos.

Concluía el 6 de enero, fecha en que antiguamente se celebraba la Navidad, antes que la iglesia la recorriera para hacerla coincidir con el solsticio de invierno, la fecha en que los romanos celebraban al sol.

Ah!… Esa despedida de la temporada sí que era una verdadera celebración infantil.En el misterio de la noche, los Reyes Magos entraban por rendijas de las puertas para dejar juguetes, ropa y dulces en los zapatos de los niños.

Yo nunca pedí cosas muy especiales, pero mis vecinitos que tenían menos recursos que mi familia una vez les pusieron a los Reyes Magos alfalfa, agua y cigarros para que fueran más generosos y trajeran los regalos esperados.

JARDINERIA: Descripción de una casa infantil

EL MURO ERA DE HIEDRA tejido de raíces y hojas. Era el rostro verde oscuro de la casa salpicado por puntos luminosos de verde tierno. Se habría tejido poco a poco, lo imagino. Yo era un niño que de pronto tenía conciencia del mundo vegetal. Mi casa era un museo botánico. Donde se pusiera la vista había formas de vida. Frente al muro de hiedra, a la entrada, había una acumulación de rocas, pequeño volcán que expulsaba palmas chinas. Entre las rocas, yo que soy tan pacifista escondía los soldaditos de plástico con lanzagranadas y metralletas. Había concreto y bardas de alambre sin invadir lo sagrado. Como en bancas improvisadas en la base de concreto, se sentaban los conversadores, y la red de alambre era el juguete infantil para rebotar la espalda.

—¡Chiquillos!, no se mezan en la barda.

Había otra bardita de ladrillo agujereada para conversar con los vecinos Miguel, Pancho, Fernando, Luis y Socorrito. Los agujeros los usábamos de escalera para treparnos a la conversación.

—¡Chiquillos!, no se vayan a caer.

En ese pequeño cuadro del jardín se improvisaba un parque sin resbaladillas. Nunca tuvimos auto pero la entrada del zaguán era suficientemente amplia para que entraran albañiles y bicicletas. La base del pasillo eran seis cuadros de cemento enmarcados por el pasto. Las bardas en las que no se colgaban los niños se colgaban las madresselvas. El museo vegetal tenía un aroma irresistible para pájaros insectos.

…y había también una higuera que ocasionalmente daba higos por tanta sombra, pero que complementaba con sus hojas la variedad de los diseños. Foto: José Fuentes-Salinas.

El otro jardín frontal, el más extenso y presumido era la galería del color de mi madre con un pozo de agua y limonero incluidos.

Oriunda de los bosques templados de México, las Xicaxochitl, flores de jícama, las dalias eran las preferidas de mi madre. Con semillas y bulbos, la abundancia de pétalos multicolores hacían de la primavera la lujuria de la vista. Zinnias y gerberas, margaritas y amapolas, nomeolvides… para un niño ese era el Palacio Real. Bloques de triángulos y trapecios separados por caminitos de pasto, me pregunto si acaso fui alguna vez fui el jardinero Real más joven de Zacapu.

Entrando a la casa, en sala, dos cuartos y cocina al lado izquierdo, antes del corral de gallos y gallinas, estaba el portal donde se observaba la huerta de duraznos amarillos, priscos y de hueso colorado, donde las granadas y los chabacanos nunca pudieron competir con tanta fruta.

Fracturados por el peso de su éxito, mi madre a veces cortaba los duraznos verdes que rompían las ramas para cocerlos en dulce. Entre la huerta y los portales había otras maravillas, los aromas y sabores de la hierbas de olor, tomillo, hierbabuena, manzanilla o mejorana, sabían a sopa y te.

La casa era un ecosistema en otro ecosistema. Teníamos de vecinos un alfalfal que nos dividía con los cerros del malpaís donde alguna vez vivieron mis ancestros los purépechas.

 

—José Fuentes-Salinas, Long Beach, CA., 05192018. tallerjjfs@gmail.com. Instagram: tallerjfs

LEJANIAS: El inmigrante que siempre ha tenido los pies sobre la tierra

Uno de los tractores que campesinos inmigrantes han usado en California para sembrar, cosechar y alimentar al mundo. FOTO: José Fuentes-Salinas

Hicieron una hilera de maquinaria vieja entre la casa de fruta y el río: Dinosaurios y tigres dientes de sable que escarbaron la tierra, que hicieron surcos y caminos, que sacudieron árboles y les arrancaron frutos.
Caminé a un lado de todos ellos, Como un niño que va al museo.
“Sí. Todo por servir se acaba”, dice Salvador Esqueda, “yo me trepé a ese tractor que usted ve ahí”.
Salvador siempre ha estado con los pies sobre la tierra.
A los 10 años tiraba la semilla entre los surcos de su natal Zamora, Michoacán, mientras su padre jalaba un castigado caballo. A los 15 ya era una máquina para recoger fresas, alternando horas de escuela y horas de campo.
“Qué bonito sentía, usted viera, compartir mi sueldo con mi madre”.
Después vinieron las cosas del amor y las lejanías en California.
Y, como quien me cuenta sus hazañas, presume a sus hijos universitarios, aunque… Le preocupa y el de Chicago que suele hablarle para compartir sus soledades.
“Quieres que me vaya vivir allá, usted va a creer”.
En medio siglo de existencia, Salvador sabe bastante de surcos y cosechas, del movimiento del sol y de las máquinas.
Dice que tiene un tío en Zacapu y otros quién sabe dónde, que como él un día de un año lejano se fueron para siempre de su madre tierra a sembrar otras tierras, y ayudar a tantas madres.

Salvador Esqueda, inmigrante michoacano que ha contribuído a alimentar al mundo, desde la capital mundial de las almendras, duraznos, lechuga…
FOTO: José Fuentes-Salinas

-San José, California, 2017

FOTOS Y TEXTO: José Fuentes-Salinas, tallerjfs@gmail.com

 

 

Sobre “El valor de las cosas”

“USTEDES NO SABEN EL VALOR DE LAS COSAS”, decía mi hermana la mayor cuando veía un trapo o un juguete tirado. Cuando veía el riesgo de que aquel objeto se rompiera, se perdiera, se deteriorara.

Y es que para ella los objetos no eran objetos. Eran trabajo de mi padre en la sastrería, o dando clases de música aguantando chiquillos latosos, o monjas tacaños que le pagaban un mal salario.

Por eso se preocupaba mi hermana, porque no entendíamos esas leyes que la economía más tarde me explicaría: los objetos, la mercancía, es igual a trabajo, mas recursos, más ganancia.

Y con decir eso se decida mucho: el trabajo que era aprender a tocar un violín, aprender a leer las partituras, escuchar mucha música y poder transmitir el gusto por Beethoven y Bach a los míos. El trabajo era treparse a una bicicleta Hércules para irse a dar clases, o para irse a la sastrería y decirle a un capitán: “deje la mesa la pistola, y abra las piernas para tomarle medidas de la entrepierna”. Y aprender hacer ese trabajo y hacerlo se le iba la vida a mi padre.

Los objetos tenían pues ese trabajo, ese entusiasmo de sudar, de decir, de cortar tela, conocer, explicar, imaginar…
Los objetos eran trabajo, y el trabajo era la vida, y la vida era muchas cosas incluyendo sacrificios, argumentaba mi hermana sin decírmelo directamente para que yo lo entendiera.
Luego vino la confusa adolescencia, la crisis de identidad, la búsqueda de las referencias definitivas sobre el valor de las cosas. Vino el idealismo, y el materialismo filosófico, vino el psicoanálisis de los fetiches, el romanticismo. Tomadas de aquí y allá las frases se acomodaban a las circunstancias: “las mejores cosas de la vida no son cosas”; “entre la materia y el espíritu, la materia pierde”; “sólo venimos a soñar”; “vanidad de vanidades, todo es vanidad”; “si eres lo que tienes, ¿qué eres cuando lo pierdes?”… Amor y Paz brother; All You Need is Love…
Me di cuenta a tiempo de la trampa.

Los objetos tienen un valor en sí y un valor de cambio, “ayyyy…  mi casita de Palma… Ay, mis Naranjos en flor”… La casa es los padres y los hermanos, el refugio de la desesperación, el olor a sopa, y a canela… pero también es la inversión, la especulación, del millonario llegado a presidente.

Entonces me di cuenta que cuando mi hermana me decía “ustedes no saben el valor de las cosas” tenía un poco de razón. Nosotros, como niños, nos veíamos la fotografía completa, la historia de los objetos, los sacrificios de tiempo y vida que hicieron los mayores.

Es muy probable que por eso, ahora ya de labregón, me ha dado por juntar dos o tres objetos viejos que me permiten reflexionar en lo que hicieron por mí.

En el mercado de pulgas, he comprado el sacapuntas como el que tenía la maestra Meche en su escritorio, la maquinita de escribir con que hacíamos las tareas en la secundaria… Ah!.. Y estos hermosos cuadernos en que escribo con una excelente pluma con tinta china resistente al deterioro.

Por las tardes cuando regreso de trabajar, entro al estudio y saludo a los Cowboys de plástico que alguna vez mi hermana me regalo para un Día de Reyes. Lo recuerdo bien. Ese día Los Reyes Magos nos habían dejado en los zapatos sólo unos calcetines nuevos y unos dulces, y mi hermana al vernos tan aguitados a mi hermano y a mí, de su dinerito que le pagó la China Pimentel por hacer vestidos, fue a comprar unos juguetes a la tienda de Chuca.

A mi hermano le tocaron tres apaches, y a mí tres Cowboys, los dos paquetes con una pistola de dardos.
No sé cuánto valdrán esos muñecos, como antigüedad. No me interesa. Me interesa entender que son parte de la vida de mi hermana, y no una mercancía.

Les decía pues que los objetos tienen un valor en sí y un valor de cambio, así como lo explica Paquita la del Barrio: “Yo no soy letra de cambio, ni moneda que se entrega, que se le entregue a cualquiera, con mucho y que al portador”.

Y es aquí donde nos atoramos.

¿En qué momento los objetos dejan de ser su historia, su origen y se transforman en lo que el mercado y la publicidad quiere que sean?. ¿En qué momento, a través de la metonimia, la parte sustituye al todo?.

La base del coleccionismo es la metonimia, es el valor que los millonarios busca acumular, y cuando están por morir lo comparten. La redención de los millonarios son sus museos.

Cuando era niño, encontré un autorretrato de Rubens en un charco. Le quite el lodo, lo dejé secar y se lo di a mi hermana. Luego, ella lo cortó con unas tijeras y lo pegó en el álbum. Era un álbum de pinturas famosas impresas de las cajetillas de cerillos clásicos ilustrados. Ya de adulto, cuando vi la pintura original en el museo Norton Simón de Pasadena casi me hinco.

La cosificación de la vida, la materialización de lo cotidiano ocurre cuando el Rembrandt impreso en una cajetilla de cerillos es sólo basura reciclable, y los museos son sólo la promoción de un filántropo millonario, y un gancho para atraer a los turistas para gastar en una ciudad.

“Ustedes no saben el valor de las cosas”, decía mi hermana.

Eso lo entiendo ahora.

No. No lo sabíamos, porque éramos unos niños.

Pero la mayoría de los millonarios tampoco lo saben. De otra forma no me explico como hay tantos artistas que pasan hambres, mientras los millonarios llenan sus mansiones con el arte de unos cuantos elegidos.

Los objetos son su historia. En la gráfica se ve dos de los cowboys sobrevivientes de hace más de medio siglo.

-José Fuentes-Salinas, 21, ene., 2017