Había tenido dos episodios psicóticos. El primero fue cuando el hombre paseaba a las orillas del río San Gabriel durante una tarde.
Con su teléfono celular había intentado retratar unas golondrinas en un vuelo comiendo mosquitos, cuando su iPhone se congeló.
Sin frustrarse, disfrutando el último sol de la tarde simplemente siguió caminando a un lado de las palmeras de los viveros de su amigo Filiberto Jáuregui.
El segundo episodio ocurrió una semanas después, cuando en la calle de su casa celebraba el “Block party” del 4 de julio.
Sentado en una banca en el jardín de enfrente puso en su dispositivo electrónico una selección de marchas militares patrióticas acordes con esa celebración cívica de el Día de la Independencia.
El iPhone conectado a la Internet, al Wi-Fi de su casa, tocó “Semper Fidelis”, su favorita, y otras más antes de entrar en shock.
Era la segunda vez que eso ocurría, y como en la otra ocasión, esperaba que le episodio durara sólo unos minutos y volviera a la normalidad, y pudiera tomar fotos, hacer llamadas y revisar su cuenta en el Facebook.
En realidad, su teléfono inteligente era cada vez menos teléfono, aunque sí, un poco más inteligente. Convertía sus palabras habladas en palabras escritas, le mostraba direcciones para que ya no usara la Thomas Guide de papel, le decía cómo iba a estar el clima… Y, sobretodo, le permitía hacer galerías de fotos digitales que al instante podía hacer más coloridas y claras, u oscuras.
Entre las pláticas de amigos y vecinos, esperó que el episodio de esquizofrenia se le pasara.
Unas sobrinas sugirieron que le diera un “Time out”, que lo apagara un rato, para que descansara, y luego volviera a la cordura.
Pero luego de unas horas, este segundo episodio se hizo más preocupante. No fue como el primero, cerca del río. Aquella vez no le puso atención a ese berrinche, y lo echó a la bolsa del short. Y de repente, mientras caminaba, sintió que recuperaba la normalidad con una leve vibración, como si alguien le hubiera mandado a distancia un electroshock.
En cambio, en el segundo episodio, El pobre teléfono inteligente pasó por las manos de Daniela, Jazmín, Paty, Lulu… Y no dejaba de demostrar ese rostro con números exageradamente grandes, y sin la posibilidad de ofrecer un menú de alternativas para apretar un botón y usarlo de cámara, apretar otro y escuchar música, apretar otro y ver el estado del tiempo, o su estado de cuenta bancaria, o revisar los mensajes de texto.
Anocheció.
Los invitados empezaron a irse.
Una explosión cercana de juegos fuegos artificiales se vio al final de la calle.
Luego de regar el pasto y meter sillas y mesas, tuvo la esperanza de que antes de irse a dormir el teléfono funcionara nuevamente como diciendo: aquí estoy.
Eso no ocurrió.
En el sueño el hombre estaba en un camino lejano por la noche y de repente el auto dejaba de funcionar y no había forma de hacer una llamada, así como los primeros comerciales de televisión de los teléfonos celulares.
Al despertarse, no pudo revisar en el aparatito la hora que era. Vio su reloj de pulsera que estaba sobre el buró. Eran las siete de la mañana. Volvió a intentarlo. Su teléfono seguía con la pantalla distorsionada por los números.
La única palabra que aparecía era “cancel”. Se puso a pensar en si acaso había alguna llamada de emergencia adonde le podrían hablar.
Finalmente se levantó.
Echó una toalla su mochila y salió al gimnasio.
Al carajo todo -se dijo asimismo.
Signo aparatos, ni lentes, se sumergió en la alberca.
Empezó al el domingo sin tantas complicaciones.
-JOSE FUENTES-SALINAS, cronistadeguardia@gmail.com, Instagram: taller_jfs