* De cómo la forma de percepción estética se va organizando desde las primeras experiencias infantiles.
Por José FUENTES-SALINAS/ textos y fotos
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Los he visto desde niño extendidos sobre el huerto, sin entender la diferencia entre árboles y arbustos.
Duraznos priscos y amarillos, chabacanos y granados, casuarinas y jacarandas.
Sus brazos retorcidos y engomados, áridos y fuertes, con hojas como agujas o como mariposas desprendiéndose.
Los caprichos de la naturaleza fue mi introducción al arte. ¿Qué rama sostiene a cuál? ¿cuál es el diseño de los abrazos de la fronda?
Mis maestras me dijeron que era la fotosíntesis, la cacería de los rayos del sol, la competencia de las ramas por la luz.
Así también los cuadros y las esculturas, las razones y las proporciones, los ángulos de la luz y las miradas.
En mi infancia no hubo los conos perfectos y aburridos, en la Navidad fueron las ramas cortadas de los pinos que aromatizaron el portal.
Luego empecé a salir, vi la arbitrariedad de los encinos y los nopales, la semejanza entre las formaciones rocosas de La Piedrera y el Malpaís.
Me fui dando cuenta que en la naturaleza había disciplina y rebeldía, ritmo y dispersión. Las ramas, tanto como las raíces eran las huellas dactilares de los árboles: ninguna era igual a la otra.
Luz y humedad, la búsqueda de lo esencial tiene diferentes rutas, la única constante es la vida.
Así, fui recorriendo los ecosistemas, los bosques de California y Michoacán, los parques de las ciudades y las iglesias.
En Tzintzuntzan vi un viejo árbol completamente hueco y quemado que aún reverdecía.
Y entre aquí y allá, he hecho colección de formas, cáscaras de eucaliptos, laberintos de arbustos, frondas que parecen tallar el cielo de nubes.
Museos vegetales.