Coge la pistola PPK 380 y se la faja en la cintura. El sargento David D Canaan dice: “lo único que queremos decir es que Long Beach no es un lugar amistoso para la prostitución”.
Antes de que él y unos oficiales a su mando se prepararan para realizar una redada encubierta contra solicitantes de prostitutas, explica que el problema no es tanto la venta de sexo en sí, sino las cosas que vienen juntas: narcotráfico, tiroteos, asesinatos, robos, devaluación de los vecindarios… Y aparte algunas veces sus parejas las mandan a comprar drogas o las golpean, dice.
Son las 4:30 p.m. En sus oficinas del tercer piso hay una placa que dice “nosotros creemos en el toque Personal”. “Somos proactivos e innovadores”.
Al fondo, la oficial Cynthia Renaud, Candice White y Monique Glover se relajan y bromean antes de que salgan a un Hotel de la Pacific Coast Highway y El Molino Street.
Ellas serán las estrellas del operativo de la noche, que ahora no solo busca arrestar a las prostitutas, sino a los clientes, los Johns que crean la demanda de servicios sexuales.
De pelo largo y facciones dignas de una modelo CoverGirl, Cynthia explica que el problema es a todas horas. Aún en la mañana, cuando aparecen trabajadores de mensajería o personas jubiladas buscando prostitutas.
“Hay quienes a las 11:00 de la mañana quieren echarse un rapidito”, dice.
—¿Hay algún conflicto psicológico personal cuando se trata de un jubilado?, se le pregunta.
“No. Porque cuando ellos se te acercan y te dicen lo que quieren, les pierde la simpatía”, agrega.
Las mujeres policías lucen exactamente igual que cualquier mujer que va al gimnasio y se maquilla.
Momentos más tarde, Cynthia lucirá una blusa con un ligero escote en medio, un pantalón que destaca sus formas curvilíneas y unas botas de gamuza, todo negro, como su cabellera.
Monique traerá un short de mezclilla muy ajustado y una blusa de estambre verde, mientras que Candice portará una camisa de franela de cuadros y unos blue jeans.
“¡Claro que tenemos miedo! Si no tuviéramos miedo no haríamos bien las cosas”, comenta Cynthia, quien la primera vez que salió se encontró con un tipo que cargaba pistola.
Monique continúa la plática sobre las cuestiones de seguridad.
“La primera vez que salí, había dos tipos y uno se quedó en el auto. El chico tenía un cuchillo y una pistola, pero vino el vice ayudarme”.
Le llama vice a los policías encubiertos que están vigilando su trabajo y están prestos para arrestar a los solicitantes.
“A mí no me ha ocurrido nada excitante” continúa Candice, “lo único es que a veces en menos de 30 segundos ya tienes a alguien”.
El sargento Cannan nos hace la seña de que ya tenemos que partir.
En el abrir y cerrar de las puertas de los elevadores se ven las rejas adornadas con cordones brillantes de Navidad. Pronto ahí estarán entre 20 y 40 arrestados de todos los orígenes étnicos y clases sociales.
Cynthia lleva en la mano el anuario de la policía empastado en keratol y letras doradas. En otra lleva un lunch: un sandwich de Rosbif, zanahorias y verduras. La noche será larga.
En el Hotel de la PCH el operativo está bien organizado. Tres cuartos de hotel se convertirán hasta la medianoche en una estación de policía.
“Es como una línea de ensamble”, explica el oficial Robert Razo, quién será el “eye man”, el hombre que avisará cuando vayan llegando los clientes.
La “línea de ensamble” que por tres años ha funcionado muy bien, empieza con un cuarto donde la supuesta prostituta deposita en manos de sus compañeros a los solicitantes, luego, en el siguiente cuarto que está intercomunicado, otros más revisarán sus datos basados en las licencias de manejo.
En el tercer cuarto, Cynthia, Candice, y Monique tomarán sus descansos y por una computadora mandarán su propio reporte.
“Los vecinos de alrededor están contentos con lo que estamos haciendo”, dice un oficial que en su Ford Taurus se apostaba a un lado de un nuevo edificio de condominios que a unos dos años de construirse todavía anuncia la venta de sus unidades, pues la prostitución devaluó el precio de la vivienda.
Desde el auto, el oficial disfrazado de conserje, con una vieja escoba de paja y una cubeta, parece una sombra debajo de la escalera.
“Yo vigilo también que nada pase”, había dicho el hombrecito risueño de bigote recortado. Cuenta que aunque la mayoría de los infractores son cooperativos, algunos piensan al principio que los van a robar, y otros tratan de correr.
Cuando pasamos a un lote de autos, el oficial que conduce el Taurus pregunta a sus compañeros si quitaron el perro.
Luego explica que si llegara a ocurrir una emergencia en otro lado, algún crimen cerca de ahí, seguramente lo atenderían, pero en ese momento la prioridad es la seguridad de sus compañeras y el éxito del operativo.
Llegue el momento de espera.
Las enormes luces rojas del motel y la oscuridad de al lado contrastan con las series de foquitos navideños del conjunto de departamentos, donde destaca un arbolito de navidad que se ve por la ventana abierta de lado donde comienza Signal Hills.
A la hora de mayor tráfico en la Pacific Coast Highway, empiezan a llegar los clientes. Se detiene un Ford Probe blanco, se va, regresa. Un Chevy Corsica azul detiene el tráfico, los autos de atrás suenan el claxon.
La conversación entre la oficial y el cliente se escucha por la radio en el interior del auto donde estamos: “mama.., $20, todo, $40”.
Entra al Hotel un Cherokee del año.
Baja un señor elegante de camisa blanca y traje de casimir. Canoso, mayormente calvo, de tés y ojos claros, con lentes de aro metálico, se encuentra con la gran sorpresa.
Los ojos parecen saltar.
Todo sucede rápido, clama consideración por su esposa e inmediatamente se le toman los datos: es asistente del Director de una oficina del departamento de vivienda, tiene asma… En la televisión del cuarto, Michael Jordan encesta un balón.
Cuando el primero de la noche se apresura dar explicaciones, entra al el segundo, Mohamed, un hombre pakistaní, alto y robusto, de bigote y barba que se ve angustiado a su alrededor y empieza llorar: ¡mi esposa, mi esposa!… me va a pedir el divorcio”, exclama, diciendo algo que se repetirá varias veces en el transcurso de la noche.
Cynthia sale a la calle nuevamente.
Masca chicle y voltea a todos lados.
Se para un troca 4×4 rojo. Se adelanta, regresa. Llega un viejo Buick Regal. El oficial del interior del auto comunica con precisión marcas, modelos y posición del vehículo. En su radio nuevamente se escucha la voz dulce de la oficial:
“Si. Puedo hacerte todo”.
Cuando el cliente trata de convencerla de que se suba y se vayan a otro lugar, ella le explica que no puede moverse de ahí, porque si no su novio la mataría.
“Pero tengo un cuarto aquí, si quieres”, le dice.
El turno es de Monique.
En el cuarto se van juntando los clientes.
J. Arévalo, de 36 años, hace contrapeso a un individuo gordísimo y caucásico de unos 60 años de edad que está sentado al filo de la cama. Hay cinco ya, y Mohamed ha dejado de hacer escándalo, luego de una advertencia de que si no lo hacía, en lugar de bandas de plástico le pondrían esposas metálicas.
Para entonces en la televisión los Lakers le van ganando a los Bulls.
Cuando se juntan seis, incluyendo el drogadicto que llegó en una bicicleta de lujo, los sacan en fila hacia la Van que los llevará a la cárcel en la calle Broadway.
Cuando el gordo trata de subir tiene que ser ayudado por dos agentes que lo levantan.
En el cuarto de las chicas, entra el sargento Canán a ver cómo están.
“Siempre dicen lo mismo: si yo no hice nada”, comenta Cintia, “quien recostada sobre la cama come zanahorias “baby carrots”.
Esa noche, un cliente trato de agarrarla, pero otros fueron más finos.
“Algunas veces encontramos gente de alto rango, inclusive yo conocí a un oficial de libertad vigilada (probation officer)”, dice.
“Nosotros hemos arrestado hombres de negocios, oficiales de la ciudades, comerciantes… Incluso policías, agarramos de todo”, agrega el sargento Cannan.
En los otros cuartos, mientras lo Lakers de Los Ángeles van ganando 101 a 83 sobre los Bulls de Chicago, entra otro joven que con más serenidad pregunta: “cuando voy a ir a la cárcel?”.
Mientras Ralph Garcia cuenta su dinero, aparece en la televisión comercial de un guajolote, y, arriba de ahí, se anota uno más en la cuenta de Candice. A un lado hay un papel de computadora donde se lee: “Bienvenido al Departamento Policia de Long Beach. Mobil Booking Facility no sniveling”.
Vuelven las mismas preguntas:
“Ocupacion?”.
“Plomero”.
“Algún problema médico?…
Todos con tenis, jeans, dockers, camisas de franela o playeras polo… Los policías parecen un grupo de amigos que se reunieron para ver el Basketball. Lo único que los distingue es la placa en el cinto y la Smith And Wesson 45, como la que Joe Starbid lleva en el cinto.
Starbid, un oficial de rostro sereno y a veces sonriente, mientras verifican su el récord de las licencias de manejo, dice que acaso uno de cuatro arrestados tiene algún otro asunto legal pendiente.
Los que reaccionan más agresivamente se hacen más sospechosos.
Opina que las cuestiones vinculadas al sexo son más o menos iguales en cualquier religión y grupo étnico. Y, aun cuando la policía va a platicar con líderes religiosos y comunitarios, buscando su apoyo para mejorar la calidad de vida de los vecindarios, medidas como éstas se hacen necesarias.
“A nosotros nos preocupa la relación entre drogas, prostitución y crimen y muchas veces no podemos ir a la comunidad y decirles: mira yo te vi con una prostituta. Hemos apresado también a las mismas prostitutas varias veces, pero ellas a veces andan tan drogadas que no nos reconocen”, comenta Starbid.
El oficial dice que muchos de los clientes fomentan la prostitución a través de la demanda en la zona, aunque no viven ahí. Muchos tienen sueldos bien pagados en grandes compañías de la zona y, cuando regresan a sus casas, hacen una “pequeña escala de placer”.
“A veces veo en sus carteras la foto de su familia y me pregunto ¿que buscan?, ¿sexo oral?. Muchos se meten con sus parejas en los callejones y dejan tiradas jeringas y condones que algunas veces encuentran los niños”.
Los Bulls de Chicago encestan casi desde la media cancha.
En el cuarto, el oficial Ralph García atina una bola de papel en el cesto de la basura y pregunta a qué hora llegan las pizzas.
En el cuarto de recepción, Bill Burns se asoma por la ventana. Viene otro cliente. Bill y Jack Dial se repliegan a la pared de lado de la cama.
Entra un hombre de unos 60 años, que al verlo exclama sollozando: ¡mi esposa!… ¿que va pasar?… Llevamos 22 años de casados”.
“Es lo que siempre” dicen comenta Burns, que no ha participado en este operativo por tres años, “hasta que llegan aquí, dicen ‘mi maravillosa esposa me espera en la casa’”.
Cerca de las 9:00 de la noche, también llega un señor moreno de bigote recortado, botas vaqueras de piel de avestruz, chamarra de mezclilla con lana adentro y un cinto bordado de México.
El bosqueja una leve sonrisa, cuando la fotógrafa le dispara un flechazo y lo despojan del cinto.
El juego está casi por concluir.
Lakers y Bulls están empatados a 116 puntos, suben a 118-118, a 120-120… Entra un señor camboyano con sandalias de plástico.
En la televisión una mujer se tapa la cara de nervios cuando Michael Jordan va a ejecutar un tiro libre.
Hay tensión en el cuarto y en la cancha.
En el otro cuarto, sentados y amarrados como pollos, los buscadores de sexo saben que no llegaron a tiempo a sus casas, pero aún así no se perdieron el partido de basquetbol, con la diferencia de que ahora, en lugar de tener a sus esposas rodeándoles del cuello, tienen otras esposas en las muñecas.
“No vamos a erradicar la prostitución”, dice el sargento Canaan, jefe del operativo. “Pero con esto queremos mandar un mensaje bien claro de que Long Beach no es un lugar amistoso para la prostitución”.
–José Fuentes-Salinas, Long Beach, California, 24 de diciembre, 1996. *Una versión de esta crónica apareció en el periódico La Opinión, de Los Angeles.