Por José FUENTES-SALINAS/tallerjfs@gmail.com ***
“Discúlpeme por ponerme sentimental”, dijo el jardinero y levantó la mirada hasta lo más alto de la palmera.
“Ha de entender que yo la cuidé bien desde que la trajeron aquí desde Coachella”, prosigue. “Ayudé a que la bajara la grúa y le tiré las primeras paladas de tierra. Le puse las luces para que luciera de noche y cuando le crecían demasiado las hojas, me trepaba a recortárselas como un chango”.
La palma no decía nada. Sabía que su suerte estaba echada.
El nuevo propietario de los edificios había contratado a un arquitecto al que se le ocurrió deshacerse de varias de ellas.
Lo cierto es que es que el el propietario quería pagar menos impuestos, y, haciendo unos cuantos arreglos podría justificar más gastos.
El jardinero no tenía más que opinar. Poco a poco se fue acercando la grúa para derribarla.
El jardinero se disculpó por haberle clavado las espuelas de fierro para subirse cada año.
Sus compañeros encendieron las sierras de cadena y desde la plataforma de otra grúa empezaron a cortarla en pedazos. Uno a uno empezaron a caer, hasta que quedó la última parte cerca del suelo.
“Este pedazo lo voy a cortar para que hagas un banquito”, le dijo su compañero.
Ya quedaban solo las raíces, cuando otra máquina, con unos cables, la arrancó definitivamente.
Luego hubo un silencio. Los trabajadores se fueron a almorzar. Entre un montón de mangueras, varillas y cables se veían los restos de esa altiva palmera que alguna vez entretuvo cuervos y se meció con el viento.
El jardinero que pensaba que su trabajo era el de cuidar plantas, vio con preocupación las máquinas mezcladoras de concreto que pronto rellenarían de cemento esa superficie.
“Disculpalos”, murmuró, “no saben que están haciendo su tumba”

“…La palmera no sabía la suerte que le esperaba. Altiva, por mucho tiempo dio albergue a los cuervos y se meció por el viento”. -JFS