Los billetes ya no me sirven de mucho.
En la feria del Santa Mónica Pier descubrí que aún para los juegos de tirar aros a las botellas se aceptan tarjetas de débito o crédito.
Ese fetiche de plástico ha ganado al papel.
Es posible que solo en el mercado de pulgas de la Villa Alpina se necesiten los billetes. He pasado ya buena parte del año sin más que un billete en mi cartera.
Por eso, ayer que entramos al Museo Armand Hammer con mi hijo, me sorprendió que en el estacionamiento solo aceptaran billetes.
– No te preocupes, yo traigo dinero, -me dijo- y sacó un billete de cinco dólares.
Luego fuimos a un café de Westwood, cerca de UCLA, donde estudió.
Temía que ahí fuera a pasar lo mismo, que no aceptaran el plástico. Con el aroma del delicioso café y unos pastelillos de queso y calabaza, me dí cuenta que ahí sí hacían lo que en todos lados: aceptar plástico magnetizado.
¿Cómo es que llegamos a todo esto?
Las tarjetas de crédito nacieron en la década en que yo nací. En 1950, Frank McNamara tuvo acaso un momento penoso cuando olvidó su cartera en una cena de negocios en New York.
Como se trataba de un tipo que de un problema hacia un servicio, un negocio, regresó después al mismo restaurante con su socio Ralph Schneider y les propuso una tarjeta de cartón que sería la Diners Club Card… Para 1958, la competencia se iniciaría con la American Express.
Hoy se compra y se paga con plástico, y el dinero se envía invisiblemente por satélites desde un teléfono celular o una computadora.
¿Esto quiere decir que desapareció el fetichismo del dinero?
Cuando era niño, y un peso de plata con la figura de Morelos era un dineral, veía con envidia a Rico Mac Pato nadar en billetes. Imagino que en la mentalidad de los narcotraficantes hay un niño pobre que vió las mismas historietas de Disney y el Pato Donald.
Hoy, siete de cada 10 norteamericanos tienen tarjetas de crédito, y la mayoría creen que el dinero desaparecerá antes que ellos.
Yo, que tengo la edad de las tarjetas de crédito, he entendido la trampa de vivir no de lo que se ha ganado, sino de lo que se ganará. Eso es una de las principales fuentes de estrés actual. Por eso me gusta pagar con tarjeta de débito, antes que de crédito.
Pero las posibilidades de la propaganda son impredecibles.
Mi banco me ha enviado todo tipo de ofertas de “ganar” dinero si uso crédito, cosa que me parece absurda. Aunque, cuando ha sido inevitable, las he usado y hasta me he comprado unos Levis con los puntos ganados.
En “El Capital”, Karl Marx explica que el dinero representa solamente una cantidad de trabajo productivo convertido en mercancía. Los billetes no son mágicos, ni sus hermanas las tarjetas.
En realidad como dice Pepe Mujica: usted no paga con dinero, paga con tiempo, paga con su vida. “Por eso debe ser tacaño en la forma en que usted gasta su tiempo, su vida, ya que en ningún mercado le venderán más años cuando los necesite”.
Decía: los billetes ya no me sirven de nada. Es como vivir en el siglo XX. Aún así acepto los regaños de mi esposa cuando me dice que, por si acaso, siempre debería traer unos cuantos billetes para expresar mi generosidad a los meseros, y a los niños, como lo hacía mi tío Antonio cuando llegaba a visitarnos.
En eso pensaba ayer en aquel patio del café de Westwood. Disfrutábamos un café calientito con mi hijo, cuando de repente un viento frío de la calle fue acercando dos o tres billetes igualmente fríos.
Toma, le dije a mi hijo, te los mandó tu abuela quien el día de hoy, como tú, estaría cumpliendo años.
El soltó una risilla nerviosa, y se puso contento.