EL JEFE está parado aquí en la esquina, entre el estacionamiento y la entrada del edificio. Delgado, curtido de friega en friega, el Cachanilla es el que lee los planos y les dice a los compas: mira, tu aquí, tu allá, agarra esa máquina y rompe aquello…
“Pero, en realidad todos ya saben bien lo que tienen qué hacer”, me dice. “Todos son buenos para lo que hacen”.
El Cachanilla le ha tomado unos 18 años estar ahí. Empezó rompiendo concreto y barriendo. “Pero aquí, el que no aprende no sube”, dice.
No hay trabajos malos, el único trabajo malo es el mal pagado y donde no se aprende un carajo.
Esta es la segunda vez que remodelan la entrada del edificio. La primera vez talaron viejos árboles que al cortarse sangraban una resina rojiza. También cayeron eucaliptos y palmeras. Los mismos compas que solían subirse cada año a podarlos como chapulines, eran los que los fueron cortándolos de poco a poco desde la corona.
Ahora, en esta segunda ocasión, deshicieron la fuente y cortaron varias palmas.
“Eso se tenía que hacer porque no había cómo transplantarlas”, dice el Jefe. “Pero antes tenía que venir alguien de la ciudad a dar permiso”.
A las siete y media de la mañana los empleados de las oficinas empiezan a llegar. El Jefe los saluda en inglés, y luego reanudamos la plática en español. Pocos se quedan a observar cómo los paisanos rompen el concreto, abren zanjas, cargan camiones, mientras a un lado los jardineros hacen su trabajo de podar y limpiar.
Con el Jefe conversamos de la forma en que ha cambiado el trabajo de la construcción. Ahora ya no se rompe a marro la roca o el concreto, sino a pura máquina.
La entrada del edificio hace unos días estaba cubierta por placas de mármol verde que lo asemejaban a un palacio de bancos, abogados, líneas aéreas y servicios médicos. Hoy, los muros quedaron desnudos de ese lujo.
“El mármol se tuvo que romper. Al principio estaba sacando placa por placa, pero era muy lento. Mejor lo rompimos… ¿qué se hace?… Se tira. Antes me llevaba algunas piezas a la casa, pero nomás se iban apilando y estorbaban”.
El Jefe habla de cómo ha cambiado los puestos de trabajo de la construcción. Ahora se trata de una especie de samurais que mientras más máquinas manejen, más oportunidades de trabajo tienen.
“Los que más ganan son los que ponen los sprinklers, la tubería para prevenir los incendios”, dice, “esos, bajita la mano pueden ganar sus cuarenta dólares la hora para arriba”.
También conversamos del aprendizaje que se da ensuciándose las manos, y el que se da desde las universidades.
“No hay nada como aprender en la práctica”, dice. “Mire, claro, hay ingenieros y arquitectos que diseñan y vienen con sus planos… Pero aquí, uno va viendo paso a paso qué quiere decir cada cosa”.
El Jefe siente orgullo por sus trabajadores, por la forma en que se parten la maraca, y de repente hacen aparecer patios, fuentes, árboles, salas de espera, luces… donde había otro diseño.
Por eso, no entiende cómo el fantoche que corre para la presidencia del país, y que se jacta de construir hoteles, suele referirse tan bajo a estos samurais de la construcción.
“Bueno, ándele, que le vaya bien”, nos despedimos, y cada quien vuelve a lo suyo.
-José FUENTES-SALINAS/ tallerjfs@gmail.com
Long Beach, CA., oct.16.2016