Por José FUENTES-SALINAS/ Tlacuilos.com
En la infancia las palabras sucumben a las imágenes. El psicólogo Allan Paivio lo sabe: de la infancia más arcaica quedan imágenes, más que palabras.
Por eso, más que palabras, recuerdo a mis hermanos bajando del cerro con una rama de pino cortada a machetazos. Esa rama olorosa con muchas ramificaciones era nuestro árbol de Navidad que estaría sobre el nacimiento, hecho con musgo, flor de piedra y heno colgando sobre las ramas.
De heno, estaba también hecho el pesebre vacío, y entre el heno y la flor de piedra, mis hermanas acomodaban pastores borreguitos, leñadores, peregrinos y Reyes Magos. Las figuras eran de barro de Tonalá y solo las traían los vendedores en esa época. En cada año, siempre había algún fracturado algún remendado, y acaso alguien con prótesis, listo para irse a un descanso.
Nosotros vivíamos fuera de la ciudad, frente al camino que daba a los burdeles -la Zona de Tolerancia- y rodeado de milpas, y una huerta enorme de duraznos que cuidaba el viejito Don Avelino.
La temporada navideña no era de compras excesivas, por lo menos no de esas compras de locura de irse a acampar fuera de las tiendas, como ocurre en California. Las compras eran de cosas para comer y beber, para jugar a las posadas dándoles garrotazos a las piñatas que con un último golpe certero les rompían el cántaro que estaba cubierto de papel pegado con engrudo.
No recuerdo que alguien se haya lastimado al brincar sobre los restos de barro de la piñata. Lo que sí recuerdo es que algunas veces los sapotes negros se aplastaban, o que pensando que era una jícama alguien jalara los cabellos de alguna niña.
Las compras navideñas eran si acaso para adquirir estrictamente la ‘ropa de frío’ que faltaba, o la consola para tocar los discos Long Play, o para surtirse de música en la única disquera de Zacapu.
“Ya se va a diciembre, ya es Año Nuevo… Déjame quererte más”…. La temporada navideña tenía sonido, sabor y aroma. Discos de José Alfredo Jiménez, de Los Dandys, de la Sonora Santanera, de Ray Conniff, de Tony Camargo y su burrito sabanero. La Navidad sabía a cañas y mandarinas, jícamas y guayabas, a ponche con o sin piquete. Olía a pino, a pólvora de cohetitos.
Se gastaba, había dinero en el pueblo: los aguinaldos de los empleados del gobierno, las utilidades de los obreros de La Viscosa, el dinero de quienes levantaban las cosechas, los dólares de los emigrados que regresaban a los “Hometown” con sus autos nuevos y su ropa americana que aguanta muchas lavadas.
Pero no había esas compras desbordadas con tarjetas de crédito. Las compras eran “frugales”, es decir compras basadas en lo que se había cosechado, en lo que se había ganado, no en la deuda. Había escasez, claro que había escasez, más en ningún momento sentí que la Navidad era menos porque no había regalos. Entre otras cosas porque la Navidad era solo para regalarse abrazos y para recuperar el optimismo para el Año Nuevo.
Los regalos eran más bien continuos por varios días que duraban las posadas, y si bien el pobre de José se exponía el rechazo continuo, los niños recibíamos cada día un aguinaldo con colasiones, ‘ponteduro’ y fruta. Todo lo que teníamos que hacer era participar en la procesión y no quemarle las mechas del cabello a una niña con nuestras velitas. Las velas, que fueron símbolo de los paganos que luego incorporó el cristianismo primitivo, era toda una celebración infantil en esas oscuras y frías noches de la Sierra Madre Occidental.
Las posadas se organizaban alrededor de grupos de amigos, colegas de trabajo o parientes. En mi infancia más remota, la posada más popular, o acaso la única, era la de la casa de Doña Chucha. Esa casa era casi como un casco de una hacienda de adobe a corta distancia del cerro del tecolote y frente a La Piedrera, dividida por la carretera México- Guadalajara.
Doña chucha era una mujerona de pelo largo canoso que era la madre de las amigas de mis hermanas. En esa casa se concentraba el producto de las milpas de maíz y las vacas lecheras. Había pues modo y espacio para la celebración. La procesión con las velitas compradas en La Palestina o en la tienda Don Juanito Cipres destacaban en el patio de tierra y frente al pozo de agua, cerca del corral Los cuartos sombríos de adobe servían perfectamente para hacer las estaciones de las posadas: “Ya se va a María… Muy desconsolada porque en esta casa no le dan posada”…
Cuando había buenos padrinos de posada, había hasta cuatro piñatas y tamales con atole.Más tarde, ya casi adolescente, supe de las súper posadas de la casa de Lupita Rivera, la compañera secretaria de mis hermanas. Allí había mariachi, y Lupita, que tenía voz de contralto, se echaban a sus palomazos. Sin embargo, esas posadas de la casa que estaba en la contraesquina del cine Bertha, y a pocos pasos de la sastrería de mi padre, me parecía que era más bien para adultos.
En aquellos años 60’s, en los que todavía muchos nos alumbrábamos con lámparas de petróleo diáfano, las lucecitas de varitas de alambre eran como luciérnagas moribundos que a veces se arrojaban a la oscuridad del cielo confundidas en cometas. Y las palomitas de pólvora, buscapies y cohetitos eran explosiones de alegrías para los niños que fuimos.
La temporada navideña en México era larga, pero nunca se juntaba con el Día de los Muertos.
Concluía el 6 de enero, fecha en que antiguamente se celebraba la Navidad, antes que la iglesia la recorriera para hacerla coincidir con el solsticio de invierno, la fecha en que los romanos celebraban al sol.
Ah!… Esa despedida de la temporada sí que era una verdadera celebración infantil.En el misterio de la noche, los Reyes Magos entraban por rendijas de las puertas para dejar juguetes, ropa y dulces en los zapatos de los niños.
Yo nunca pedí cosas muy especiales, pero mis vecinitos que tenían menos recursos que mi familia una vez les pusieron a los Reyes Magos alfalfa, agua y cigarros para que fueran más generosos y trajeran los regalos esperados.