CDMX: Crónicas del Metro

EL METRO

En sus 226 km, el metro de la ciudad de México transporta 5.5 millones de pasajeros, 1 millón más de su cupo.

Jorge Gaviño, director del sistema de transporte colectivo, dice que en horas de máximo uso hay 6 seis personas por metro cuadrado.

Los mexicanos que en cada problema tiene un chiste, diciendo que por un precio se da pasaje, masaje y agasaje.

EL INSTINTO

Marlon nació en el hospital Adolfo López Mateos de la ciudad de México frente a los Viveros de Coyoacán.

Desde antes de nacer ya usaba el metro. Cuando nació lo siguió usando, y cuando ya podía caminar, con sus padres se iba de vago lo mismo a los viveros de Coyoacán que al Zócalo  en el corazón de la ciudad.

De estación en estación, a los viveros llegaba a repartir cacahuates a las ardillas, y en el Zócalo a ver payasos, merolicos, mimos, músicos y ciegos cantantes.

En vagones que con frecuencia parecían latas de sardinas, desde que viajaba en brazos de sus padres, Marlon desarrolló el reflejo de doblar el brazo y protegerse de los apachurrones con su codo.

ESTACION ETIOPIA

Aún con colesterol alto y arritmias, las arterias del metro de la ciudad de México han sido la mejor forma de llegar a tiempo a casi cualquier Lugar.

La estación Etiopía era la que me acercaba y me alejaba del departamentito de la colonia Narvarte, entre Heriberto Frías y Esperanza.

Esa era la mejor estación para llegar sin transbordar a:

—La librería Gandhi que estaba en la estación Miguel Angel de Quevedo.

—La Alameda Central cercana a la estación Hidalgo.

—El Centro médico, donde estaba el hospital infantil Federico Gómez que alguna vez salvó la vida del guachito, de un infección de shigellas.

—La estación Morelos en donde se llegaba a las mejores taquerías de la ciudad de México.

—La estación Juárez donde estaban los talleres literarios del ISSSTE donde conocí a los  poetas y escritores: Juan Bañuelos, Homero Aridjis, Carlos y Illescas, y Edmundo Valadés.

—La estación viveros de Coyoacán donde descansábamos de la amargura del smog.

ESTACION UNIVERSIDAD

Eran los años ochentas, La guerra en el Salvador estaba destruyendo comunidades.

Quienes no tenían vocación de mártires salieron a México o a Canadá.

En la ciudad de México se organizaban eventos de solidaridad con los exiliados.

Uno de ellos había sido un baile de en un seminario católico cercano al metro universidad.

El problema fue que terminó muy tarde, cuando la línea del metro había dejado de funcionar. Los noctámbulos esperamos la primera salida del metro después de la madrugada.

En cuanto nos sentamos nos quedamos dormidos.

Roncando y durmiendo, sin saber, nos convertimos rápidamente en el espectáculo de los pasajeros que iban subiendo por la mañana rumbo a sus trabajos.

Nos despertamos sin saber si íbamos o regresábamos.

 

 

—José Fuentes-Salinas, Long Beach, CA., 07282018

Historias en el Bus

TLACUILOS SOBRE RUEDAS

Ver lo diferente en lo cotidiano es el propósito del fotógrafo que sale a las calles con propósitos artísticos.

También es el propósito de los escritores que tratan de salvar del olvido unas cuantas estampas de lo que escuchan y ven.

Para disfrutar más de una vez lo mejor de lo que ocurre todos los días, los fotógrafos toman imágenes, los escritores apuntes.

Que eso se convierta en un álbum, un “blog” o en un libro es algo que frecuentemente carece de importancia… A menos que haya tantas personas que quieran compartir esa experiencia.

LA LECTORA

Mientras espera su bus, la señora aprieta y abre muy grandes sus ojos.

-Ya casi no puedo ver -dice-. Tengo diabetes y cataratas, pero la doctora no me quiere operar hasta que me cure un poco. Algunas veces solo veo movimientos de luces y sombras, como fantasmas.

La señora ríe cuando platica su tragedia.

Sin embargo, noto que lleva una Biblia en español Edición Reina Valera en su bolsa.

-Veo mal, pero trato de leer la Biblia, aunque sea un poquito. Mira, me la compré en Walmart, y si no entiendo algunas cosas, me las imagino.

LA GORDURA

Entra con problemas al autobús.

-Excuse me, excuse me… -dice al pasajero que ocupa uno de los dos asientos donde sienta media nalga. Su enorme volumen hace que el otro pasajero lea con dificultad el texto del teléfono celular. Prefiere apagarlo.

-Excuse Me… I’m sorry -vuelve a decir el gordo, que por comodidad, no porque le guste hacer ejercicio, lleva unos pants y una sudadera.

Los autobuses de Torrance, más viejos que los de Long Beach, no se hicieron para los volúmenes de los pasajeros del Siglo XX. Dos terceras partes tienen “exceso de equipaje”, y una tercera parte de ellos tiene un volumen que los hace viajar con incomodidad. En tres asientos longitudinales de la entrada van una madre y una de sus hijas sentadas, la otra va parada. El volumen de las tres crean una barrera visual en una cuarta parte del autobús.

Hay otros asientos en los que, una vez que se ha sentado un gordito en asiento y medio, ya nadie se atreve a usar ese fragmento, y no porque no les guste rosarse con sus volúmenes, sino por que no les gusta viajar con una nalga en el espacio.

El problema no es solo en los autobuses. La gordura es una discapacidad que suele unirse con otra discapacidad. Por eso hay sillas de ruedas reforzadas y con amortiguadores especiales. Son las equivalentes a las camionetas Hummer.

Los espacios para las sillas de discapacitados en los autobuses fueron hechas para sillas normales. Cuando entran las “Supersillas” crean todo un problema para su acomodo, algo que requiere de la paciencia de los pasajeros y la pericia del chofer para sujetarlas detrás del espacio donde van las ruedas delanteras del autobús.

¿En qué momento la gordura se masificó?

En mi infancia en Michoacán, recuerdo haber conocido algunos gordos: el Gordo Vega, el Gordo Pineda, las panaderas Filigonias, “Nacha” la que inyectaba a todo el pueblo…

Dicen que la gordura que conocemos se masificó con los autos y hamburguesas.

En la película “Supersize Me” hay un  tipo que se dedica a comer solo papas y hamburguesas, y soda. Va midiendo su volumen día a día, como en un experimento social. También muestra cómo los pollos son engordados, teniéndolos encerrados en jaulas, sin que se puedan mover.

Quizá el problema de la gordura se inició cuando las compañías nos vieron caras de pollos y se dedicaron a engordarnos enjaulados en autos y oficinas, para luego irnos comiendo poco a poco en hospitales. (-3.23.2010).

LAS TRES AMIGAS

Mientras viajo de Torrance a Long Beach, se escucha esta plática en el autobús:

-Pues si, María, ese perrito que me dieron parece un niño. Ya sabe cuando voy a llegar y se pone contento, también sabe cuando me voy a ir y se pone a llorar… ¿Y tu crees que sabe lo que pasa?… Lo trato bien, no creas, ya le puse su colchoncito para que se duerma y a veces anda jalándolo de un lado a otro.

-Ese perrito no entiende ni siente lo que le dices o lo que te pasa. Es un travieso. Eso es todo.

-Pero, María, si vieras cómo me hace compañía, porque yo, pobre de mí, hay veces que me siento sola.

-Si. Y mientras más crezca, más te va a acompañar, hasta que se muera o estire la pata… Ja jaaaa… Pero debes tener un dinero guardadito porque los veterinarios salen caros… Así como me dices, a ese perrito lo separaron muy temprano de su madre… ¿cuántos días tenía?… ¡Uyyy no!… A los perros hay que separalos hasta las seis semanas de nacidos.

-Pues, fíjate que a estos, el señor los separó luego luego y los regaló a todos. Eran doce, imagínate nomás, pero lo bueno es que yo le doy su leche y se queda dormidito, así como bolita.

-¡Ay qué bárbaro señor!… Nomás quería hacer dinero o no quería alimentar más bocas… Imagínate los perros como del tamaño de ratones.

-María, ¿y cómo es que tu no quisite uno?… Si vieras cómo acompañan.

-Yo, con la experiencia que tuvo Chui fue suficiente. Mira, ella que ya tenía un Chihuahua grande, lo regaló.

(Interviene Chui)

-Pues sí, ¿para qué íbamos a sufrir los dos?. Ya con que yo me sintiera encerrada era suficiente. ¿Para qué hacerlo sufrir también a él. Mejor lo regalé, que al fín ni patio tengo, y ahí nomás se la íba a pasar encerrado. (4.02.2010).

PARADA DEL BUS

Pacific Coast Avenue y Pacific Coast Higway.- “¡Aquí apeeesta!”, dice el loco que se tomó la bebida energética y tira la lata de aluminio al tráfico.

¿A quién desafía con su bastón?

-¡Aquí apesta! -dice viendo al tráfico.

En la banca de la parada del autobús, otra mujer de mala facha con un tatuaje del signo del dinero “$” en el cuello se desespera porque no llega el autobús de la Ruta 173.

-¡Aquí apesta! -insiste el loco, babeando y fumando un cigarro.

El tráfico de las seis de la tarde se hace más abundante y desordenado.

Una mujer de una falda diminuta entallada y un poco gorda, al igual que la mayoría de los que llegan a cargar gasolina, se levanta de la banca, al ver que dos patrullas se han detenido a escudriñarla. La mujer se aleja de la parada, da una vuelta a la cuadra y regresa a sentarse. Luego, pregunta si los camiones dan vuelta en el Long Beach Boulevard.

-No. Se van recto. El 172 y 173 dan vuelta en Ximeno. Pero puedes caminar dos cuadras y agarrar el metro o los buses que se van por el Long Beach Boulevard. -le digo.

Ríe, como si fuera una mala palabra “caminar”. Se queda callada.

-¡Aquí apesta! -insiste el loco, con las venas del cuello tensas como si hiciera un gran esfuerzo, como si sintiera coraje hacia algo imaginario.

-Yo no aguanto a este -dice la mujer del tatuaje y se va caminando hacia el Long Beach Boulevard.

La rabieta del loco, en cambio, le parece graciosa a un joven que llega vestido con aretes, ropa gótica negra y un cinto con una hebilla de otra de las miles de versiones del Che Guevara.

Luego llegan dos gais, uno de ello tatuado con serpientes en los brazos. Charlan como dos enamorados bajo la escasa sombra del tablero de las rutas de los buses.

A la gasolinera Chevron no dejan de llegar viejos autos lamentables de donde bajan personas que cargan gasolina y miden con preocupación cuántos galones pueden pagar.

Hace 30 años, la pobreza excluía la posesión de un auto y el uso de tecnología nueva.

Hoy no. La gente que vive al límite de sus ingresos puede traer teléfonos celulares y viejos autos que consumen demasiada gasolina y castigan más sus bolsillos.

Uno de esos autos es una patrulla usada, pintada de un amarillo chillante a la que aún se le transluce el número y diseño de la policía.

-¡Aquí apesta! -insiste el loco, ahora con su bastón haciendo una especie de cruz contra el tráfico.

Pasan por la calle adolescentes con sus bebés cargados, trabajadores cansados, dos o tres de ellos en bicicletas desafiando el tráfico.

No sé a qué horas debe pasar el próximo bus. No hay forma de preguntarle a alguien por teléfono, a pesar de que ahora todos traen un teléfono “inteligente”. Siempre contesta una máquina. No hay absolútamente ningún punto visual para descansar la vista. Adondequiera que uno voltee solo hay rostros cansados, cuerpos deformes y excedidos, negocios decadentes, signos incompletos, excepto las gasolineras…

No hay una estética urbana. A nadie le interesa plantar árboles. Si por cada anuncio o cada diez autos que pasan hubiera uno…

-¡Esto apesta!… This stings! -dice el loco que no se sube a ningún autobús, ni se va de la banca de la parada del bus. (05.21.2010)

 

La Dignidad

No trabaja sucia. No lleva el vestido desfarrado o maloliente. Es cortés con el chofer y lleva su basura limpia en dos bolsas de plástico en un carrito plegable de ruedas. Su rostro arrugado se combinan con su paso firme que busca el primer asiento disponible en en el autobús de la Ruta 173. Todos los pasajeros la admiramos por su faldita de tablitas planchadas, su sweater y, a veces, un gorrito muy decente. La admiran en silencio, porque saben que es una viejita a la que muy bien, otros ya la hubieran mandado al asilo. Podría acaso ser “ilegal”, una inmigrante sin documentos que por esa razón no pide ayuda del gobierno.

Pero en todo el autobús, ella es La Ley, La Moral, La Dignidad.

De todos los que vamos ahí, ninguno trabaja más arduamente que ella, la más anciana.

Sin poder aguantarme las ganas de conversar, dejo de leer el periódico y me entero de que su trabajo empieza a las 5:30 de la mañana. Me entero del precio de la libra de las botellas de plástico y botes de aluminio que recoge todos los días en los callejones de Long Beach.

-Ultimamente ya está muy competido -me dice.

Seguimos por la Pacific Coast Highway. De pronto pide su parada.

No hay mucho tiempo para hacerle la pregunta que todos llevan en la cabeza.

-¿Cuántos años tiene?

-¿Cuántos me echa?

-Veinte -le digo en broma- todavía se ve muy maciza.

-Jaa jaa -alcanza a reír mientras va saliendo- Nomás ochecnta y cinco. Haga cuentas.

 

-José Fuentes-Salinas, 18.Jul.2009.