Tag Archives: Zacapu
Crónicas desde lejos: “El cuñado”
Oye cuate, cómo que así… ¿Cómo que ya colgaste los Conversen?
Un sketch.
Bertha llega a visitar a su hermana Martha, y alrededor de la mesa del comedor están sobrinos y familia.
Dicharachera y directa, Bertha le da carriilla al Fer, y él se la devuelve.
— Mira, tu, en lugar de andarte gastando el dinero de tu marido en chácharas, deberías atenderlo mejor.
— Ay, tu cállate, que tu no me los das, y tu le deberías ayudar a tu esposa…
Quienes observan, saben que ese no es un pleito, que es como un juego de dimes y diretes matizados con carcajadas, y con una discreta intervención de Martha que mientras pone platos sobre la mesa dice: “ayyyy… Fernanditoooo”.
1970’s
El cuñado empezó a congraciarse con los cuñados adolescentes hace varios años, cuando decidió ser el padrino del equipo de futbol “Marte” y les regaló un balón. Era un equipo formado por Mario (portero), José (defensa), Miguel Huante, Pochis, El Nene, Carlos Rendón, La Burra… El Marte nunca fue muy bueno, pero tenían un buen balón profesional de cuero, y de pentágonos verdes y blancos, que pesaba una barbaridad. Frecuentemente perdían por golizas a pesar de las atajadas de Mario. El Marte casi siempre andaban abajo en la tabla de clasificación, cerca del Apolo 12.
Otro detalle del cuñado fue que cuando Zacapu tenía dos superequipos de futbol, Sindicato Celanese y la Selección Zacapu, les dio un pase a los chamacos para que fueran a ver los partidos a las canchas de Celanese. Fue así como los cuñados adolescentes se escapaban del tedio dominical, yéndose a los juegos cercanos a La Bomba. Los juegos de la Zona Centro eran encontronazos con jugadores como el Chelis, los hermanos Amaro, Fidel y el guero La Araña Negra.
—¿Cómo estuvo el juego? —preguntaba el Fer, si de casualidad ya había regresado del Cine con Martha, el domingo, y ya estaban a la entrada del Zaguán de la casa de Obregón platicando
—Bien. Un partidazo —decían- hasta hubo banda.
Oficios varios
Entre los concuños, el Guero y Tony eran carrilludos. Se decían de todo, al Fer siempre se lo cabuleaban por su calvicie, al grado de compararlo con un ex-presidente de México. Pero él, por varios años sobrellevó esta condición en su peluquería, acaso dándoles descuentos a quienes ya eran candidatos a la calvicie.
También fue obrero de La Viscosa, donde también había trabajado su madre, y con frecuencia discutía si la tecnología alemana de las ‘espreas’ era superior a la norteamericana y a la japonesa.
Tenía aspiraciones. Una la de ser buen matemático con cursos por correo, y la de tocar la guitarra como Los Diamantes. Tomaba cursos por correspondencia de Algebra y se iba a su escritorio a resolver teoremas y ejercicios.
Por temporadas, también, invitaba a otro obrero de Celanese que había sido músico, a que le enseñara el Circulo de Do.
Al Fer también le gustaba el buen café (no como “agua de calcetín”, diría) y la ropa y zapatos de marca, los zapatos Conversen, y las cachuchas de lana que lo hacían ver como Rolando La Serie.
Me parece que una de sus hijas heredó el estilo dicharachero y confrontativo, y otra el gusto por la ropa de marca, no sé, acaso la otra disfruta de los buenos cafés.
Bueno. Cuate. Ahorita que te están velando, con un cafecito recién molido brindo por tu buen descanso, y, mientras, reviso este libro del marxismo que me heredaste la última vez que nos vimos, y que sabías que lo había leído desde chavalillo, en tu pequeño estudio.
Suertudo. Tuviste cuatro mujersotas que te cuidaron hasta el final.
CRONICAS de Zacapu: las tradiciones de Navidad de la generación de los 50’s
Por José FUENTES-SALINAS/ Tlacuilos.com
En la infancia las palabras sucumben a las imágenes. El psicólogo Allan Paivio lo sabe: de la infancia más arcaica quedan imágenes, más que palabras.
Por eso, más que palabras, recuerdo a mis hermanos bajando del cerro con una rama de pino cortada a machetazos. Esa rama olorosa con muchas ramificaciones era nuestro árbol de Navidad que estaría sobre el nacimiento, hecho con musgo, flor de piedra y heno colgando sobre las ramas.
De heno, estaba también hecho el pesebre vacío, y entre el heno y la flor de piedra, mis hermanas acomodaban pastores borreguitos, leñadores, peregrinos y Reyes Magos. Las figuras eran de barro de Tonalá y solo las traían los vendedores en esa época. En cada año, siempre había algún fracturado algún remendado, y acaso alguien con prótesis, listo para irse a un descanso.
Nosotros vivíamos fuera de la ciudad, frente al camino que daba a los burdeles -la Zona de Tolerancia- y rodeado de milpas, y una huerta enorme de duraznos que cuidaba el viejito Don Avelino.
La temporada navideña no era de compras excesivas, por lo menos no de esas compras de locura de irse a acampar fuera de las tiendas, como ocurre en California. Las compras eran de cosas para comer y beber, para jugar a las posadas dándoles garrotazos a las piñatas que con un último golpe certero les rompían el cántaro que estaba cubierto de papel pegado con engrudo.
No recuerdo que alguien se haya lastimado al brincar sobre los restos de barro de la piñata. Lo que sí recuerdo es que algunas veces los sapotes negros se aplastaban, o que pensando que era una jícama alguien jalara los cabellos de alguna niña.
Las compras navideñas eran si acaso para adquirir estrictamente la ‘ropa de frío’ que faltaba, o la consola para tocar los discos Long Play, o para surtirse de música en la única disquera de Zacapu.
“Ya se va a diciembre, ya es Año Nuevo… Déjame quererte más”…. La temporada navideña tenía sonido, sabor y aroma. Discos de José Alfredo Jiménez, de Los Dandys, de la Sonora Santanera, de Ray Conniff, de Tony Camargo y su burrito sabanero. La Navidad sabía a cañas y mandarinas, jícamas y guayabas, a ponche con o sin piquete. Olía a pino, a pólvora de cohetitos.
Se gastaba, había dinero en el pueblo: los aguinaldos de los empleados del gobierno, las utilidades de los obreros de La Viscosa, el dinero de quienes levantaban las cosechas, los dólares de los emigrados que regresaban a los “Hometown” con sus autos nuevos y su ropa americana que aguanta muchas lavadas.
Pero no había esas compras desbordadas con tarjetas de crédito. Las compras eran “frugales”, es decir compras basadas en lo que se había cosechado, en lo que se había ganado, no en la deuda. Había escasez, claro que había escasez, más en ningún momento sentí que la Navidad era menos porque no había regalos. Entre otras cosas porque la Navidad era solo para regalarse abrazos y para recuperar el optimismo para el Año Nuevo.
Los regalos eran más bien continuos por varios días que duraban las posadas, y si bien el pobre de José se exponía el rechazo continuo, los niños recibíamos cada día un aguinaldo con colasiones, ‘ponteduro’ y fruta. Todo lo que teníamos que hacer era participar en la procesión y no quemarle las mechas del cabello a una niña con nuestras velitas. Las velas, que fueron símbolo de los paganos que luego incorporó el cristianismo primitivo, era toda una celebración infantil en esas oscuras y frías noches de la Sierra Madre Occidental.
Las posadas se organizaban alrededor de grupos de amigos, colegas de trabajo o parientes. En mi infancia más remota, la posada más popular, o acaso la única, era la de la casa de Doña Chucha. Esa casa era casi como un casco de una hacienda de adobe a corta distancia del cerro del tecolote y frente a La Piedrera, dividida por la carretera México- Guadalajara.
Doña chucha era una mujerona de pelo largo canoso que era la madre de las amigas de mis hermanas. En esa casa se concentraba el producto de las milpas de maíz y las vacas lecheras. Había pues modo y espacio para la celebración. La procesión con las velitas compradas en La Palestina o en la tienda Don Juanito Cipres destacaban en el patio de tierra y frente al pozo de agua, cerca del corral Los cuartos sombríos de adobe servían perfectamente para hacer las estaciones de las posadas: “Ya se va a María… Muy desconsolada porque en esta casa no le dan posada”…
Cuando había buenos padrinos de posada, había hasta cuatro piñatas y tamales con atole.Más tarde, ya casi adolescente, supe de las súper posadas de la casa de Lupita Rivera, la compañera secretaria de mis hermanas. Allí había mariachi, y Lupita, que tenía voz de contralto, se echaban a sus palomazos. Sin embargo, esas posadas de la casa que estaba en la contraesquina del cine Bertha, y a pocos pasos de la sastrería de mi padre, me parecía que era más bien para adultos.
En aquellos años 60’s, en los que todavía muchos nos alumbrábamos con lámparas de petróleo diáfano, las lucecitas de varitas de alambre eran como luciérnagas moribundos que a veces se arrojaban a la oscuridad del cielo confundidas en cometas. Y las palomitas de pólvora, buscapies y cohetitos eran explosiones de alegrías para los niños que fuimos.
La temporada navideña en México era larga, pero nunca se juntaba con el Día de los Muertos.
Concluía el 6 de enero, fecha en que antiguamente se celebraba la Navidad, antes que la iglesia la recorriera para hacerla coincidir con el solsticio de invierno, la fecha en que los romanos celebraban al sol.
Ah!… Esa despedida de la temporada sí que era una verdadera celebración infantil.En el misterio de la noche, los Reyes Magos entraban por rendijas de las puertas para dejar juguetes, ropa y dulces en los zapatos de los niños.
Yo nunca pedí cosas muy especiales, pero mis vecinitos que tenían menos recursos que mi familia una vez les pusieron a los Reyes Magos alfalfa, agua y cigarros para que fueran más generosos y trajeran los regalos esperados.
DIA DEL PADRE: Poemas en prosa y crónicas
Cuando no puede dormir, mi padre se levanta y se baña.
“Por si la pelona llega”, dice, “quiero que me encuentre galán”.
Pero luego se pone a escribir lo que acaso será un texto de amor.
Mi padre de más de un siglo siempre ha escrito cosas de amor.
Les ha escrito a sus amigos que ya no están.
A los músicos, a los galleros, a los curas y generales, a los profesores.
Mi padre tiene un escritorio de metal y una memoria de arcilla.
Un siglo no es poco para tanto recordar.
Cuando le hablo a miles de millas de distancia, me pregunta por mi hijo y por mi esposa.
Nunca se le ha olvidado la amabilidad, y su voz cansada es algo para apreciar.
El y yo somos sinceros en casi todo, y eso me ha permitido ciertas libertades.
“¿Tienes miedo a la muerte?”, le pregunto cuando lo he ido a visitar.
Y el me responde: “A la pelona no, pero a quedarme sin memoria si, ¿para qué sirve uno sin ella?”.
Entonces entiendo ese gusto por recordar, por escribir, por compartirnos su historia.
El otro día leía sus aventuras con la música.
Su banda y sus músicos iban de pueblo en pueblo a tocar sus instrumentos.
Los cargaban por caminos polvorientos y dormían en el suelo de las casas de los ricos.
Luego, al amanecer, despertaban al festejado con “Las Mañanitas”.
También alguna vez estrenó el cine del pueblo que ya no existe,
el cine que borraba el tedio de las tardes aquellas de mi infancia.
Mi padre, con su banda supo de muchos amores y festejos,
pero cuando le pregunto de amores y aventuras, es muy austero.
Me dice que sus personajes tienen hijos y nietos, y no quiere contarles su pasado.
Padre de tres familias que se hicieron una, él siempre anduvo a pie y en bicicleta
por calles y predios, con violín o hoz en mano, tocando cuerdas o cortando yerba.
Ha sido músico, sastre, jardinero, gallero fino, y adorador de Bach.
Nunca me dijo qué hacer con mi vida, y yo se lo agradezco. Solo me dijo “sé”.
Y, así, ocio tras ocio, he caminado rutas, casi como él.
DIA DE LA MADRE: Narraciones, crónicas y semblanzas de madres prototípicas
“México es uno, y uno es un desmadre”, decía el letrero de vagón del Metro en la Ciudad de México.
En realidad, el letrero había sido: “México es uno y uno es México” —Consejo Nacional de la Publicidad. Pero alguien travieso y politizado, le cambió el sentido.
La palabra “Madre” es un signo que cambia de sentido por ser una metáfora del origen.
Un DESMADRE: un desarreglo. A TODA MADRE: algo excelente. DE POCA MADRE: algo superlativamente bien. CHINGA TU MADRE: “la tuya!…” y empieza el pleito.
Por oposición una palabra casi sagrada y con frecuencia fatigada por la cursilería se puede convertir en el insulto más agresivo, que de manera eufemística Paquita la del Barrio lo deja en: “sin hacer más bulla, me ‘saludas’ a la tuya”.
MUESTRARIO DE MADRES
LA SOLEDAD: Doña Ramoncita Viuda de Granados
Estaba sola la mayor parte del año. En el Panteón Municipal de Zacapu, Michoacán, su tumba tenía el epitafio: “En recuerdo de su hijo Vicente”.
Ramoncita había tenido un solo hijo y ningún nieto, y el hijo, como muchos mexicanos, se había tenido que ir muy lejos a buscar un mejor sueldo y una mejor vida.
Don Vicente Granados se había convertido en un gran chef en Filadelfia, y cada año regresaba a Zacapu a visitar la solitaria tumba de su madre.
No iba solo. El hombre elegante que vestía con sombrero de fieltro, y traje de casimir como Eliot Ness, de Los Intocables, iba con su único amigo del pueblo: el sastre que le hacía sus trajes en el tiempo que duraban sus vacaciones.
También, la numerosa familia del sastre lo había adoptado como un tío magnífico que cada vez que llegaba era como un Santa Clause lleno de regalos que venía del Polo Norte. En esos días que llegaba Don Vicente, había comidas especiales, paseos a la Laguna y fotografías (las únicas fotos de esa época son las que tomaba Don Vicente).
Pero un año ya no volvió. Ni el otro.
En los 60’s, nadie envió una carta.
La tumba de Ramoncita se quedó más sola que antes.
Y aunque tenía letrero de “perpetuidad”, sacaron sus huesos y en ese panteón tan lleno de muertos le acomodaron otra madre acaso menos solitaria.
LOS CAMBIOS: historia de las Paulas
Doña Paula se casó en 1936 y tuvo 13 hijos. Dos se le murieron de bebés, y 11, con mayor o menor fortuna crecieron e hicieron sus familias.
Nadie sabe si el costo de la maternidad le acortó la vida y un día le apareció un cáncer en el aparato reproductor cuando apenas llegaba a los 50 años.
Sacrificándolo todo, dándolo todo, Doña Paula sabía cocinar, planchar, lavar ropa en el lavadero… pero sobre todo sabía magia. Por arte de magia, hacía que el escaso salario de su esposo el sastre le alcanzara para hacer de comer a la gran prole y para crear esos extensos jardines que los turistas norteamericanos (cuando viajaban en caravanas) se detenían a retratar.
Paula, su hija, cambió un poco. Ella fue más años a la escuela, se hizo secretaria, tuvo tres hijos, se casó dos veces y se fue a vivir a otras ciudades que Doña Paula solo visitó cuando iba a sus curaciones a los hospitales.
Paula, la nieta, fue un poco más lejos que las otras. Tuvo más años de escuela y menos hijos. Se graduó de la universidad, se hizo abogada, y tuvo un par de hijos.
A Don Fausto, el abuelo que ha vivido más de un siglo, le parece que lo que ha ocurrido con las madres ha sido algo extraordinario.
LAS SUPERABUELAS: las madres que regresan al maternaje
La Luchona llega a las cinco de la mañana al gimnasio. Hace ejercicio. Empieza por limpiar los baños de las mujeres, luego se mete al salón de los ejercicios aeróbicos, y mientras limpia los vidrios, explica: tiene que salirse al rato a llevar a sus nietas a la escuela, luego regresa a terminar sus cinco horas y a ver qué les va a dar de comer. Si tiene casas que limpiar, se va a limpiarlas…
Sin querer reconocer que su hijo le salió un “bueno pa’ nada”, la Superabuela parece disfrutar de ser una amorosa sargenta que les da estabilidad a esas chamacas que no son suyas, pero como si lo fueran.
Oriunda de Jalisco, la Luchona se casó siendo una niña para escaparse de la violencia de su casa, pero le salió peor, con un marido golpeador.
Se salió de esa relación abusiva. Se la rifó ella sola para cuidar a sus hijos… Y, ahora, también a sus nietos.
—José FUENTES-SALINAS, Long Beach, California, 05052019
HISTORIAS DE LAS VEGAS: Reencuentro de inmigrantes michoacanos
Estaba confundido. El recordaba nuestra amistad, pero no mi nombre. Hacía tanto tiempo. Nos encontramos en el pasillo del Hotel Tropicana.
—¡Quihubo pariente!… ¿Cómo estás?
Mi hablado lo sorprendió. Pero yo sabía que era el Enano, y él sabía que yo era el mismo bato aquel de la Secundaria Melchor Ocampo, de Zacapu, del Grupo “B”. En aquellos tiempos en que el “bullying” no era aún políticamente incorrecto, casi todos teníamos sobrenombre: la Burra, Tribilín, la Gringa, la Señorita Puré, la Momia, el Chango, el Colorado… Todo era motivo de sobrenombre: las cejas, lo rubio, el color pálido, las nalgas exquisitas de alguna compañera…
—Y tú ¿cómo es que andas acá?
—Pues igual que tú. Somos piedras de Zacapu, muy rodadoras, ¿o qué no?
El Enanito era un tipo a toda madre. Con él nos íbamos caminando de regreso a la escuela, cruzando la milpa de maíz de la Ciénaga. El vivía allá por las Siete Esquinas, y era un gran lector. Me había prestado los cuentos de “Bertholdo, Bertoldino y Cacaseno”. No sé ni como esos pinches mocosos que éramos estábamos leyendo literatura de la Edad Media.
“Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno es el título de tres cuentos muy populares escritos por Julio César Croce (los dos primeros) y Adriano Banchieri (el último), publicados por primera vez en una edición única en 1620. Estos relatos retoman cuentos antiguos, en particular la disputa de Salomón y Marcolfo que data de la Edad Media” (Wikipedia).
El Enano, como yo, habíamos emigrado a California, y no nos habíamos visto desde hace 45 años, desde que estábamos en la secundaria. El se había hecho maestro, y ahora, ya próximo al retiro, andaba en una de sus últimas conferencia en Las Vegas.
No sabíamos cómo entrarle a la conversación. Un espacio en blanco de casi medio siglo no era poco. El único tema en común era la escuela secundaria. Las entretenidas clases de Historia del profesor “Ay nanita!”, los juegos de futbol… y la aventura de matar tuzas o hacer fogatas con el rastrojo.
—Ja aaaa… Me acuerdo cómo nos esperábamos a que saliera una tuza en la milpa para soltarle una piedra. Se veía cómo poco a poco iban sacando la tierra hasta que asomaban la cabeza. ( palabra tuza procede del náhuatl tozan, topo, clase de rata).
—Si, hombre. Y, luego, con aquellos fríos, cómo juntábamos un poco de rastrojo de las matas secas del maíz para hacer fogatas, hasta que llegaba el prefecto a regresarnos a los fríos salones de clase.
Por alguna razón, el cerebro que envejece se hace más lúcido en recuperar imágenes muy remotas, aunque algunas veces los nombres se escapen. Yo me acordaba de Alfredo Cervantes, el que le sacaba punta a los lápices a mordidas, de Alfredo Córdova, el que escribía como arquitecto sin que sus frases tocaran los renglones… Pero de muchos compañeros solo recordaba la imagen que los identificaba: burra, gringa, chango, momia…
—Tu que eres maestro, deberías hacer que los profes escribieran más libros. El salón de clases es una laboratorio social adonde llega gente de todos los estratos. Más aquí que hay tanto inmigrante.
—Si pues.
En una comunicación fragmentada, cada cosa que sacábamos derivaba en otros temas de lo que cada uno había vivido después de que salió de la Secundaria: el trabajo aquel que tuve en la Purina de Querétaro, donde mataba ratas que se trepaban a los vagones del tren de sorgo, las tuzas que salían en el Parque El Dorado de Long Beach.
—¿Por qué ya no regresaste?
—Por lo mismo que tu. Uno es como las plantas. Puede desarraigarse y echar raíces en otra parte, pero llega una edad en que esto es peligroso, porque ya se adapta menos. Corre el riesgo de que las raíces se le sequen. Además, para qué regresa uno. Allá todo es un desmadre: fincaron en las tierras más fértiles, y todavía ahora a pesar de tanto dinero que ha entrado no hay una museito decente, un a buena biblioteca… ¿qué habremos hecho mal nosotros los maestros?…
El Enanito no había cambiado en su gran empatía que lo había hecho sobrevivir, en aquellos tiempos, al “bullying” escolar.
El tiempo se le acababa, antes de regresar a su sesión de la conferencia.
Nos terminamos el café, nos intercambiamos los portales en el Facebook y los teléfonos.
Hasta entonces supimos cómo nos llamábamos.
- José FUENTES-SALINAS. Las Vegas, Nevada. 11172018
JARDINERIA: Descripción de una casa infantil
EL MURO ERA DE HIEDRA tejido de raíces y hojas. Era el rostro verde oscuro de la casa salpicado por puntos luminosos de verde tierno. Se habría tejido poco a poco, lo imagino. Yo era un niño que de pronto tenía conciencia del mundo vegetal. Mi casa era un museo botánico. Donde se pusiera la vista había formas de vida. Frente al muro de hiedra, a la entrada, había una acumulación de rocas, pequeño volcán que expulsaba palmas chinas. Entre las rocas, yo que soy tan pacifista escondía los soldaditos de plástico con lanzagranadas y metralletas. Había concreto y bardas de alambre sin invadir lo sagrado. Como en bancas improvisadas en la base de concreto, se sentaban los conversadores, y la red de alambre era el juguete infantil para rebotar la espalda.
—¡Chiquillos!, no se mezan en la barda.
Había otra bardita de ladrillo agujereada para conversar con los vecinos Miguel, Pancho, Fernando, Luis y Socorrito. Los agujeros los usábamos de escalera para treparnos a la conversación.
—¡Chiquillos!, no se vayan a caer.
En ese pequeño cuadro del jardín se improvisaba un parque sin resbaladillas. Nunca tuvimos auto pero la entrada del zaguán era suficientemente amplia para que entraran albañiles y bicicletas. La base del pasillo eran seis cuadros de cemento enmarcados por el pasto. Las bardas en las que no se colgaban los niños se colgaban las madresselvas. El museo vegetal tenía un aroma irresistible para pájaros insectos.

…y había también una higuera que ocasionalmente daba higos por tanta sombra, pero que complementaba con sus hojas la variedad de los diseños. Foto: José Fuentes-Salinas.
El otro jardín frontal, el más extenso y presumido era la galería del color de mi madre con un pozo de agua y limonero incluidos.
Oriunda de los bosques templados de México, las Xicaxochitl, flores de jícama, las dalias eran las preferidas de mi madre. Con semillas y bulbos, la abundancia de pétalos multicolores hacían de la primavera la lujuria de la vista. Zinnias y gerberas, margaritas y amapolas, nomeolvides… para un niño ese era el Palacio Real. Bloques de triángulos y trapecios separados por caminitos de pasto, me pregunto si acaso fui alguna vez fui el jardinero Real más joven de Zacapu.
Entrando a la casa, en sala, dos cuartos y cocina al lado izquierdo, antes del corral de gallos y gallinas, estaba el portal donde se observaba la huerta de duraznos amarillos, priscos y de hueso colorado, donde las granadas y los chabacanos nunca pudieron competir con tanta fruta.
Fracturados por el peso de su éxito, mi madre a veces cortaba los duraznos verdes que rompían las ramas para cocerlos en dulce. Entre la huerta y los portales había otras maravillas, los aromas y sabores de la hierbas de olor, tomillo, hierbabuena, manzanilla o mejorana, sabían a sopa y te.
La casa era un ecosistema en otro ecosistema. Teníamos de vecinos un alfalfal que nos dividía con los cerros del malpaís donde alguna vez vivieron mis ancestros los purépechas.
—José Fuentes-Salinas, Long Beach, CA., 05192018. tallerjjfs@gmail.com. Instagram: tallerjfs
Sobre “El valor de las cosas”
“USTEDES NO SABEN EL VALOR DE LAS COSAS”, decía mi hermana la mayor cuando veía un trapo o un juguete tirado. Cuando veía el riesgo de que aquel objeto se rompiera, se perdiera, se deteriorara.
Y es que para ella los objetos no eran objetos. Eran trabajo de mi padre en la sastrería, o dando clases de música aguantando chiquillos latosos, o monjas tacaños que le pagaban un mal salario.
Por eso se preocupaba mi hermana, porque no entendíamos esas leyes que la economía más tarde me explicaría: los objetos, la mercancía, es igual a trabajo, mas recursos, más ganancia.
Y con decir eso se decida mucho: el trabajo que era aprender a tocar un violín, aprender a leer las partituras, escuchar mucha música y poder transmitir el gusto por Beethoven y Bach a los míos. El trabajo era treparse a una bicicleta Hércules para irse a dar clases, o para irse a la sastrería y decirle a un capitán: “deje la mesa la pistola, y abra las piernas para tomarle medidas de la entrepierna”. Y aprender hacer ese trabajo y hacerlo se le iba la vida a mi padre.
Los objetos tenían pues ese trabajo, ese entusiasmo de sudar, de decir, de cortar tela, conocer, explicar, imaginar…
Los objetos eran trabajo, y el trabajo era la vida, y la vida era muchas cosas incluyendo sacrificios, argumentaba mi hermana sin decírmelo directamente para que yo lo entendiera.
Luego vino la confusa adolescencia, la crisis de identidad, la búsqueda de las referencias definitivas sobre el valor de las cosas. Vino el idealismo, y el materialismo filosófico, vino el psicoanálisis de los fetiches, el romanticismo. Tomadas de aquí y allá las frases se acomodaban a las circunstancias: “las mejores cosas de la vida no son cosas”; “entre la materia y el espíritu, la materia pierde”; “sólo venimos a soñar”; “vanidad de vanidades, todo es vanidad”; “si eres lo que tienes, ¿qué eres cuando lo pierdes?”… Amor y Paz brother; All You Need is Love…
Me di cuenta a tiempo de la trampa.
Los objetos tienen un valor en sí y un valor de cambio, “ayyyy… mi casita de Palma… Ay, mis Naranjos en flor”… La casa es los padres y los hermanos, el refugio de la desesperación, el olor a sopa, y a canela… pero también es la inversión, la especulación, del millonario llegado a presidente.
Entonces me di cuenta que cuando mi hermana me decía “ustedes no saben el valor de las cosas” tenía un poco de razón. Nosotros, como niños, nos veíamos la fotografía completa, la historia de los objetos, los sacrificios de tiempo y vida que hicieron los mayores.
Es muy probable que por eso, ahora ya de labregón, me ha dado por juntar dos o tres objetos viejos que me permiten reflexionar en lo que hicieron por mí.
En el mercado de pulgas, he comprado el sacapuntas como el que tenía la maestra Meche en su escritorio, la maquinita de escribir con que hacíamos las tareas en la secundaria… Ah!.. Y estos hermosos cuadernos en que escribo con una excelente pluma con tinta china resistente al deterioro.
Por las tardes cuando regreso de trabajar, entro al estudio y saludo a los Cowboys de plástico que alguna vez mi hermana me regalo para un Día de Reyes. Lo recuerdo bien. Ese día Los Reyes Magos nos habían dejado en los zapatos sólo unos calcetines nuevos y unos dulces, y mi hermana al vernos tan aguitados a mi hermano y a mí, de su dinerito que le pagó la China Pimentel por hacer vestidos, fue a comprar unos juguetes a la tienda de Chuca.
A mi hermano le tocaron tres apaches, y a mí tres Cowboys, los dos paquetes con una pistola de dardos.
No sé cuánto valdrán esos muñecos, como antigüedad. No me interesa. Me interesa entender que son parte de la vida de mi hermana, y no una mercancía.
Les decía pues que los objetos tienen un valor en sí y un valor de cambio, así como lo explica Paquita la del Barrio: “Yo no soy letra de cambio, ni moneda que se entrega, que se le entregue a cualquiera, con mucho y que al portador”.
Y es aquí donde nos atoramos.
¿En qué momento los objetos dejan de ser su historia, su origen y se transforman en lo que el mercado y la publicidad quiere que sean?. ¿En qué momento, a través de la metonimia, la parte sustituye al todo?.
La base del coleccionismo es la metonimia, es el valor que los millonarios busca acumular, y cuando están por morir lo comparten. La redención de los millonarios son sus museos.
Cuando era niño, encontré un autorretrato de Rubens en un charco. Le quite el lodo, lo dejé secar y se lo di a mi hermana. Luego, ella lo cortó con unas tijeras y lo pegó en el álbum. Era un álbum de pinturas famosas impresas de las cajetillas de cerillos clásicos ilustrados. Ya de adulto, cuando vi la pintura original en el museo Norton Simón de Pasadena casi me hinco.
La cosificación de la vida, la materialización de lo cotidiano ocurre cuando el Rembrandt impreso en una cajetilla de cerillos es sólo basura reciclable, y los museos son sólo la promoción de un filántropo millonario, y un gancho para atraer a los turistas para gastar en una ciudad.
“Ustedes no saben el valor de las cosas”, decía mi hermana.
Eso lo entiendo ahora.
No. No lo sabíamos, porque éramos unos niños.
Pero la mayoría de los millonarios tampoco lo saben. De otra forma no me explico como hay tantos artistas que pasan hambres, mientras los millonarios llenan sus mansiones con el arte de unos cuantos elegidos.

Los objetos son su historia. En la gráfica se ve dos de los cowboys sobrevivientes de hace más de medio siglo.
-José Fuentes-Salinas, 21, ene., 2017
Historia del hambre y la guzguera
EL HAMBRE. Cuando llueve hace más hambre. Eso lo recuerdo desde niño, cuando nos
íbamos de juerga con los amigos. “Cuando llueve se te alborotan las lombrices del estómago”, decían. Por eso, le caíamos a una tía de Aparicio. Ella tenía una gran huerta de duraznos amarillos allá por la salida a Naranja. Eran muchos árboles pegados a las milpas de maíz. Aparicio decía que podíamos cortar todos los duraznos que quisiéramos, que su tía no se enojaba, pero que no rompiéramos las ramas.
Los duraznos eran grandes y jugosos y cuando los mordíamos parecía que si
no se embarraba miel en los labios. Otras veces, cooperábamos entre todos y nos íbamos a la tienda de abarrotes a comprarnos unos bolillos con queso de chiva y chiles
jalapeños.
No sé por qué, pero cuando llovía así era el hambre.
Ahora que lo pienso bien, quizá no eran por las lombrices que se alborotaban, si no
porque el cuerpo necesitaba más calorías, O por las dos cosas. Lo de las lombrices alborotadas es cierto. Cuando llueve, veo como salen de la tierra del jardín y luego se las lleva la corriente de agua hasta la alcantarilla de la calle.
Hoy sábado, después de muchos años de aquellas hambres infantiles, estaba en el jardín húmedo comiéndome una manzana. Sentía un vacío en el estómago. Vi los nísperos maduros de los árboles y me acerqué a comer unos, como en aquellas tardes lluviosas en que íbamos a la huerta de la tía de Aparicio.
Igualito que hace años me fijaba cuál era el fruto más amarillo, más maduro, y lo pelaba con las uñas para comérmelo. Algunos ya tenían un picotazo de algún pájaro. Ésa era la señal de que ya estaban dulces.
Con la tierra húmeda bajo mis pies, en aquel silencio, de pronto empezó a caer una lluviecita fina y leve.
Mordí el último fruto.
Tiré la cáscara y el hueso, y me quedé con un recuerdo lejano que me
llenó el estómago.
José FUENTES-SALINAS, tallerjfs@gmail.com 9 de abril del 2016.
Ejercicios de percepción: Las formas de los árboles
* De cómo la forma de percepción estética se va organizando desde las primeras experiencias infantiles.
Por José FUENTES-SALINAS/ textos y fotos
tallerjfs@gmail.com
Los he visto desde niño extendidos sobre el huerto, sin entender la diferencia entre árboles y arbustos.
Duraznos priscos y amarillos, chabacanos y granados, casuarinas y jacarandas.
Sus brazos retorcidos y engomados, áridos y fuertes, con hojas como agujas o como mariposas desprendiéndose.
Los caprichos de la naturaleza fue mi introducción al arte. ¿Qué rama sostiene a cuál? ¿cuál es el diseño de los abrazos de la fronda?
Mis maestras me dijeron que era la fotosíntesis, la cacería de los rayos del sol, la competencia de las ramas por la luz.
Así también los cuadros y las esculturas, las razones y las proporciones, los ángulos de la luz y las miradas.
En mi infancia no hubo los conos perfectos y aburridos, en la Navidad fueron las ramas cortadas de los pinos que aromatizaron el portal.
Luego empecé a salir, vi la arbitrariedad de los encinos y los nopales, la semejanza entre las formaciones rocosas de La Piedrera y el Malpaís.
Me fui dando cuenta que en la naturaleza había disciplina y rebeldía, ritmo y dispersión. Las ramas, tanto como las raíces eran las huellas dactilares de los árboles: ninguna era igual a la otra.
Luz y humedad, la búsqueda de lo esencial tiene diferentes rutas, la única constante es la vida.
Así, fui recorriendo los ecosistemas, los bosques de California y Michoacán, los parques de las ciudades y las iglesias.
En Tzintzuntzan vi un viejo árbol completamente hueco y quemado que aún reverdecía.
Y entre aquí y allá, he hecho colección de formas, cáscaras de eucaliptos, laberintos de arbustos, frondas que parecen tallar el cielo de nubes.
Museos vegetales.